La pandemia y el estado de guerra… emocional
Por Albam Brenes Chacón (*)
Es casi un lugar común citar aquella famosa frase de Albert Einstein que dice: “¡Triste época la nuestra: es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio!” Pero quisiera citarla de nuevo en un momento histórico como el que estamos viviendo, aunque sólo sea para poder parafrasear las palabras de Einstein, diciendo : “Es más fácil salvar a la gente de muchos peligros externos, que del daño que pueda causarse a sí misma”
Las autoridades sanitarias del país son testigos de la pertinencia de esta paráfrasis, porque día tras día deben repetir las instrucciones para evitar los contagios de Covid-19 (distanciamiento social, mascarillas, lavado de manos y uso de alcohol, etc.), y también día a día constatan la terquedad de muchos ciudadanos que incumplen una o más de esas instrucciones. Podríamos consolarnos diciendo que esto no sólo sucede en nuestro país, sino en una mayoría de los países de nuestro continente o del mundo en general. O consolarnos argumentando que nuestra “tasa de letalidad” (proporción de fallecidos con respecto a la de casos nuevos) parece ser más baja que la de países equivalentes al nuestro en cuanto a ciertos indicadores sanitarios o socioeconómicos.
Pero la realidad es que la pandemia nos ha forzado a vivir en condiciones extraordinarias e inimaginables, bastante parecidas a las que se dan en un estado de guerra. O sea, vivir en una situación bastante más difícil y compleja que la provocada por algún gran desastre o catástrofe natural, en que muere una gran cantidad de personas de una cierta zona, pero eso ocurre durante un término más o menos definido (incluso breve, en algunos casos).
Difícil de entender
El problema es que para mucha gente puede ser muy difícil entender y aceptar la condición de “estado de guerra”. Aceptar la magnitud de los inevitables cambios que se dan en la vida cotidiana, que casi de inmediato provocan cambios en diversas reglas del juego. Resulta difícil entender y aceptar que este nueva situación nos obliga a todos -incluyendo nuestros gobernantes- a tomar medidas inconcebibles e insospechadas para preservar la vida de la mayor cantidad posible de individuos. Unas medidas, por lo demás, que nos obligan a todos por igual a abandonar nuestra respectiva zona de confort.
Quizás esta experiencia la perciban distinto los habitantes de países o lugares donde antes del inicio de la pandemia ya existía un verdadero estado de guerra, consecuencia de algún conflicto interno o con algún país vecino; o bien, los habitantes de sitios donde recién salieron de un conflicto de esa naturaleza. Pero ese no era nuestro caso, porque en Costa Rica no se había vivido una guerra desde 1948, hace 72 largos años.
Por eso, sólo una minoría de nuestra población actual (tal vez la de 80 o más años de edad) conserva algunos recuerdos personales acerca de cómo cambia la vida diaria cuando existe un estado de guerra. Sólo ellos conservan imágenes de un país con la economía semiparalizada, en el que se transita por calles o carreteras con miedo por la seguridad personal, se sufren diariamente distintas carestías físicas y sociales, y se huye de los inesperados enfrentamientos entre los bandos en pugna.
Recordar las penurias
Tal vez ni siquiera aquellos que eran muy niños en 1948 recuerden haber experimentado personalmente circunstancias como las descritas. Pero podrían recordar las penurias que contaban sus padres después de haber sufrido como adultos los 44 días de Guerra Civil que vivió nuestro país. Unas penurias que quizás se sintieron más graves por el hecho de que el mundo entero en general estaba apenas reponiéndose del “estado de guerra generalizado” que se vivió durante la Segunda Guerra Mundial que recién había terminado tres años atrás (en 1945).
Sin embargo, parece válido decir que la mayoría de los actuales ciudadanos costarricenses, jóvenes o adultos, nunca habíamos vivido un verdadero estado de guerra, con las carestías y limitaciones que eso implica. Y ahora nos toca vivirlo porque – para muchos efectos – con la pandemia se vive como si fuera un “estado de guerra”. Un estado en que proliferan una serie de sensaciones que inevitablemente pueden parecernos extrañas, molestas, incómodas, cuestionables o inaceptables. En que no es extraño escuchar quejas al estilo de: “¿Por qué a mí?”. ¿Por qué esto ocurre en esta época de mi vida y en este lugar donde estoy, rodeado de estas personas? ¿Por qué tuve que postergar o suspender tal o cual cosa? ¿Por qué debo estar lejos de mis allegados?
Quejas que reflejan una gran frustración y una visión muy sombría de la situación, a veces hasta mayor que la que experimentan algunos allegados al quejoso. Una visión que puede contener sentimientos de autoconmiseración (de “pobrecito yo”), de apatía (“no vale la pena esforzarme en nada”), o de pérdida de fe en la eficacia o funcionamiento de las instituciones (“esos no saben qué hacer para arreglar esto, o arreglarlo bien”). O también contener enojo o cólera ante las limitaciones que se imponen por la situación. Y junto con éstas, una cierta rebeldía ante las restricciones de cualquier clase que nos impongan, las cuales que pasan a ser vistas como atentados a la libertad individual y no como medidas que buscan favorecer el bien común.
La depresión emocional (en diferentes grados) comienza a ganar terreno. Hay quejas porque la vida entra en una especie de paréntesis, porque hay que postergar demasiados proyectos y metas. Porque el tener que vivir en “burbujas sociales” a veces crea algo así como una claustrofobia emocional que crece paulatinamente. En algunas personas podría aparecer un “deseo de huida”, que llevado al extremo tal vez incluya ideas o fantasías suicidas u homicidas. Ideas en que la aniquilación propia o la de personas allegadas es la única forma de alejarse del estilo de vida que se han visto obligados a adoptar.
Una guerra sin misiles
Se trata, en fin, de una situación personal o social, que día con día requiere de una constante adaptación personal para no sucumbir a cualquier idea o acción desafortunada. Que requiere de un esfuerzo para entender que si bien vivimos una estado de guerra, no necesariamente es como la “Guerra de los 100 años” en Europa (¡la cual en realidad duró 116 años!), y ni siquiera como la Segunda Guerra Mundial, que duró 6 años.
En realidad es una guerra sanitaria, una guerra emocional, una guerra sin misiles, que tiene una duración aceptablemente predecible. Una guerra que afecta nuestra seguridad física y emocional, nuestra economía, o nuestra estabilidad social y familiar, pero que afortunadamente la enfrentamos en pleno Siglo XXI, con un nivel de desarrollo científico que hasta hace poco resultaba impensable.
Por eso es tan necesario que adaptemos nuestra forma de pensar y reaccionar al nivel que se esperaría en este estado de guerra emocional que nos ha tocado vivir. Que dejemos atrás esa impaciencia infantil que nos lleva a negar realidades o buscar soluciones mágicas que nos pueden complicar más las cosas. Como por ejemplo, pensar que todo se arregla mágicamente cortando unas cuantas cabezas en el Gobierno, o consumiendo bastantes dosis de “pomada canaria”, “té de hoja-de bambú-amarillo-amazónico”, “jarabe de gusanos-de-mezcal-tostados”, o cápsulas de “sana-sana-culito-de-rana”.
(*) Albam Brenes Chacón es costarricense. Hizo sus estudios de Grado y de Especialidad en la Universidad de Costa Rica, y de Posgrado la Universidad de Barcelona, donde en 1979 obtuvo el título de Doctor en Psicología. Es Miembro Fundador del Colegio de Profesionales en Psicología de Costa Rica, entidad que en el 2012 le otorgó la condición de Miembro Distinguido, como reconocimiento por sus aportes a la profesión. Ha escrito varios libros y múltiples artículos profesionales y divulgativos sobre temas muy variados, que han sido publicados y difundidos en diferentes medios. Hoy en día está retirado profesionalmente, pero continúa estudiando y escribiendo de forma regular.