En un lugar de Costa Rica, de cuyo nombre sí quiero acordarme, San José, ha mucho tiempo nació un Quijote de pluma en astillero, adarga en forma de lienzo, piano afinado y pasión por la cultura. Una olla de algo más sueños que polémicas, inteligencia las más veces, perseverancia y trascendencia todos los días, intensidad sin cesar, algún nuevo desafío de añadidura en su gestión, consumían las tres cuartas partes de su existencia. El resto de ella concluían la Orquesta Sinfónica Juvenil, el Parque Metropolitano La Sabana, con su Museo de Arte Costarricense, y los días de entresemana se honraba con su recuerdo de la transformación de la Orquesta Sinfónica Nacional, de lo más fino. Tenía en su casa memorias que pasaban de los cuarenta años y satisfacciones que sumaban más de veinte, y un pozo de huellas y aportes, que así evocaba el Teatro Arlequín como las ruina de Ujarrás. Frisaba la edad de nuestro hidalgo cultural con los noventa y tres años. Era de complexión baja, mirada profunda, verbo elegante, valiente luchador y amigo de los “imposibles”. Quieren decir que había sido ministro y viceministro de Cultura, director del Sistema Nacional de Radio y Televisión, creador y director del programa Atisbos y el caballero de la visionaria figura que recuperó el edificio de la antigua Aduana para ponerlo al servicio de la cultura. Esto importa mucho a nuestro cuento, en el que es vital que la narración de él no se salga un punto de la verdad al reconocerlo, honrarlo y recordarlo como el gran revolucionario de las artes en Costa Rica.

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José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector de El Financiero
Consultor en Comunicación