Por Albino Chacón (*)

En los idiomas, como en la vida, la apertura y la libertad son los motores. Las lenguas se influyen unas a otras, se copian, se prestan, toman nuevas palabras y, en la mayoría de los casos, estas últimas entran en esos nuevos territorios sin permiso alguno, sin siquiera tocar la puerta, llegan y se instalan. Los seres humanos, como ya ha sido dicho desde hace mucho tiempo, estamos constituidos por el lenguaje: somos ante todo palabras, discursos, signos, señales; en nosotros las palabras cambian, pierden o ganan sentidos, en el intercambio constante del día a día. Somos en la medida en que -junto con otros en los cuales nos reconocemos- formamos parte de una misma comunidad, en cuyos miembros nos (re)conocemos y construimos. 

Ser parte de una cultura es poseer un capital cultural compartido con esos otros, a quienes no vemos como una otredad ajena, sino un otros que se integra con el nos. De ahí la complejidad cultural de esa inmensa y rica palabra compuesta de la primera persona plural del idioma español: “nosotros”, que a diferencia de muchas otras lenguas (el francés, el italiano, el portugués, el inglés,…) integra en una sola palabra, en una comunidad, al nos y a los otros, formando parte, ambos, de una misma entidad gramatical, cultural, histórica. 

Nos constituimos como sujetos por un tipo específico de información cultural que existe en un punto determinado en el tiempo y que nos identifica en ese nos/otros integrador: somos al mismo tiempo lo uno y lo otro, lo mismo y lo diverso, lo convergente y lo divergente: somos yo y los otros con los que vivo e interrelaciono.

“No solo uso el cerebro que tengo sino también todos los que me presten”, la frase es de Woodrow Wilson. Esa capacidad es lo que nos permite llegar de un hipersalto adonde linealmente nos costaría una vida estar, en una especie de constante y enriquecedor plagio creativo, un constante y dinámico intertexto, lo cual es una manera de entender lo que algunos antropólogos brasileños de principios del siglo XX llamaron la corriente de la antropofagia cultural: esa capacidad que tienen los individuos y culturas de hacer suyos, metabolizándolos, conocimientos, aprendizajes, prácticas, adiestramientos de otras culturas. Así ha sido desde el principio de los tiempos.

Imaginar mundos distintos

Y, sin embargo, lo usual es que también en el día a día estemos expuestos a estrategias devaluatorias: cuando digo “yo pienso que”, “mi idea al respecto es que”, cabe preguntarse si lo único que estoy haciendo no sería expresar como mío un prejuicio, una idea hecha, insertada, implantada en mí por un YO mayor y que presento como mía.  Para Brodie, por ejemplo, ninguna de nuestras ideas es original, contraemos un “meme” y este se apodera como un virus de nuestra mente hasta dominarla, como ocurre en el caso de los fanáticos, que hacen suyas ideas de las que se contagiaron y que ellos mismos no saben ni cómo ni dónde. 

El lugar del contagio es la comunicación: la TV, la publicidad, la prensa, la escuela, la enseñanza religiosa, hasta una inocente charla con amigos. Los virus (los memes) se propagan de cerebro a cerebro por el mecanismo de la imitación, tanto vertical (de padres a hijos, de maestros a alumnos) como horizontal (entre pares), y la infección puede ser directa (el contacto personal con creyentes o el proselitismo) o indirecta (a través del arte, de la literatura, de presuntas teorías o de los grandes relatos explicativos).

Es muy fácil defender un discurso, la religión, el arte, las ideas con las que uno coincide, en una especie de constante repetición de sí mismo. El problema con la lectura, por ejemplo, es cuando solo leemos lo que ya hemos leído, una y otra vez, aunque cambiemos de libro, para buscar en ellos y en las palabras lo que ya sabemos o depositamos en ellas, sin que nunca un nuevo sentido nos sacuda o nos saque de esa zona de confort, en una búsqueda desaforada por tratar de encontrar a gente que piense por nosotros o como nosotros, en una especie de mismidad ciega.  Allí podría estar la clave para la impotencia, cuando no esterilidad apolítica del pensar, ante la imposibilidad de desatar los nudos que permitan imaginar mundos distintos.

Muchos autores han reivindicado la capacidad que tiene la ficción literaria para que imaginemos la experiencia de los otros y, mediante un ejercicio de empatía, la integremos como nuestra. Por eso resultan inexplicables ciertas prácticas -más cotidianas de lo que uno quisiera- resumidas en eso que se conoce como disonancia cognoscitiva: el rechazo ad portas de todo razonamiento, argumento o evidencia que vaya en contra de lo que ya creo, porque lo único que se oye y lee son los murmullos de aquello que va en consonancia con mis juicios previos, del libro que llevo debajo del brazo, y así no hay manera de que avancemos como personas o como sociedad, en esa especie de incesante repetición de lo mismo causada por el rechazo al pensamiento divergente. Quizás es ahí donde el nos y el otros puedan encontrarse, no en la mismidad convergente, sino en la divergencia creativa, donde ese encuentro cobre su más amplio sentido como ejercicio democrático contra el narcisista e improductivo pensamiento único.

(*) Albino Chacón es Profesor de literatura latinoamericana jubilado de la Universidad Nacional, exdecano de la Facultad de Filosofía y Letras en esa misma universidad.