(Séptima y última de una serie de 7 reflexiones sobre el valor de la divergencia)

Me gusta esta divergencia: la de un niño que no obliga a nadie a creer en él. Un pequeño que respeta las convicciones de cada quien. Un bebé cuyo mensaje de amor, misericordia y solidaridad se encuentra a años luz de las “guerras santas”, la “evangelización” con lanza y espada y la “Santa” Inquisición.

Así son los infantes: no hacen división de personas, no reparan en idiomas ni acentos, no discriminan a nadie por el color de su piel, no le preguntan a los demás cuáles son sus dogmas, no andan averiguando nada que tenga que ver con los estilos de vida (un tema tan íntimo y personal).

Ellos aman. Simple y sencillamente se entregan de corazón.

Son puros, inocentes, cristalinos, bienintecionados, amables, dulces, tiernos, generosos, espontáneos, auténticos.

No diseñan ni construyen paredes, tapias o muros que dividan a las personas. Son muchos adultos los que se encargan de esa lamentable y mezquina albañilería.

Somos las personas mayores de edad las que echamos mano de Dios para encasillar, etiquetar, juzgar, señalar, condenar, apartar, humillar, insultar, hacer mofa y sentirnos superiores.

Claro, y esto no deja de maravillarme, aquel niño fue la excepción. Cuando creció mantuvo los brazos y el corazón abiertos para todas los seres humanos, excepto para aquellos que lo odiaban desde la soberbia de creerse los únicos representantes de Dios, los dueños del monopolio del amor divino.

¿Qué tienen que ver esas actitudes negativas, esa antología de arrogancia, con el mensaje de aquella primera Navidad y, en especial, con el protagonista de ese hecho?

No logro, por más que lo intente, imaginarme a Jesús llamando a alguien “ramacheco” o burlándose de otro porque cree en la “Negrita”. Leo y releo los relatos de la primera Nochebuena y no encuentro por ningún lado asidero para esas pobres posiciones.

Lo digo en serio. No veo a José y María cerrando el recinto donde nació Jesús para evitar que entrara alguien que no pensara como ellos, que no viera la vida como ellos, que no creyera en Dios como ellos, que no tuviera los gustos de ellos. ¿No nos dice algo importante el hecho de que el niño haya nacido en un espacio abierto?

Repito: cuando aquel niño se hizo adulto mantuvo los brazos y el corazón abiertos. Nunca le puso peros ni trabas a cobradores de impuestos que estafaban a los demás, personas adúlteras, gente “inmunda” según las creencias, prostitutas…

Fueron las religiones las que se encargaron luego de crear divisiones y derramar la sangre de quienes tenían el valor (y el derecho) de pensar diferente.

¡Cuánta falta hace desempolvar la divergencia del niño de la primera Navidad!

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista independiente