(Cuarta de una serie de 7 reflexiones sobre el valor de la divergencia)

El evangelio de San Mateo no dice que se llamaran Melchor, Gaspar y Baltazar; ni siquiera especifica cuánto eran, así como tampoco afirma que fueran reyes y que uno de ellos tuviera tez negra.

Se limita a decir que eran “unos magos” que “vinieron del oriente”.

Fue la tradición la que a partir del siglo VI d. C. les puso nombres, colores de piel y títulos de monarcas.

Lo que sí sabemos de ellos es que alborotaron el escenario político de Jerusalén con una pregunta que no le hizo ninguna gracia al rey Herodes: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?”

Y, para terminar de echarle sal a la herida de aquel déspota narcisista, agregaron: “Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”.

A Herodes no le hacía gracia la competencia (¡cualquier parecido con Daniel Ortega…!), por lo que simuló ante los magos estar sumamente interesado en ir a adorar al niño; de allí que les pidiera avisarle a él cuando lo encontraran.

Los magos encontraron a Jesús y le regalaron oro, incienso y mirra -esto sí lo dice Mateo-, pero luego se les avisó que no fueran donde Herodes con la noticia, por lo que regresaron a su tierra por otro camino (es decir, no pagaron peaje).

Y bueno, ya sabemos cómo reaccionó Herodes y la orden que dio de matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en sus alrededores.

Sin embargo, lo que me interesa destacar en este caso (de Herodes hablaré mañana) es el espíritu divergente de aquellos magos del oriente.

Aquellos magos de oriente no se dejaron obnubilar por el poder, el título o las riquezas de Herodes.

Divergentes porque no se sometieron a los caprichos, cálculos y vanidades de quien ostentaba el poder. No cayeron en su juego. No se comportaron como chupamedias de quien mandaba.

Actuaron con dignidad.

Triste, muy triste, el espectáculo que brindan las personas que se comportan -cualquiera sea el escenario- como plantas parásitas que viven a costa de quienes ostentan la autoridad.

A lo largo de mi vida he sido testigo de casos lamentables de políticos que no han tenido ningún reparo en actuar como alfombras de quienes gobiernan o lideran. Me recuerdan a los caracoles que dejan tras de sí un nauseabundo rastro de baba mientras escalan una pared.

Lo mismo he presenciado en distintas organizaciones: jefaturas que sobreviven diversas tempestades gracias al alto grado de servilismo que las caracteriza. Gente que pierde todo decoro en sus relaciones con los jerarcas, patronos, autoridades o líderes.

Aquellos magos de oriente no se dejaron obnubilar por el poder, el título o las riquezas de Herodes. No permitieron que los alardes y ostentaciones del monarca les eclipsara la razón.

Tenían claros sus principios y valores, y no renunciaron a ellos ni los negociaron en aras de quedar bien, congraciarse. Tuvieron el coraje de no comportarse como perrillos falderos que agitan la cola en procura de un hueso o algunas migajas.

En un mundo en el que siempre hay espacio y oportunidades para los lamesuelas, vale la pena tener presente la digna divergencia que formó parte de la historia de la primera Navidad.

De los magos de oriente aprendemos que la dignidad, la honra y la autoestima valen más que el oro, el incienso y la mirra.

(Mañana: el rey Herodes)

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-divergente
Periodista independiente