Es la pregunta que me hice en silencio a lo largo de una reunión de la que fui testigo hace algunos años.

Se suponía que aquel encuentro, en una empresa de la capital, tenía como objetivo detectar oportunidades de mejora en aras de velar por la sobrevivencia en el mercado nacional.

Acepté la invitación a estar presente en esa cita pues me parecía que iba a ser una excelente oportunidad para observar un ejercicio que -suponía yo- tendría un importante componente de autocrítica.

Sin embargo, no fue así…

Apenas había empezado aquella sesión de trabajo -ni siquiera habían servido el café- cuando una de las más altas jefaturas emprendió la tarea de ensalzar TODO lo que se hacía en la compañía bajo su guía.

En cuestión de pocos minutos aquello se transformó en un concierto de loas narcisistas.

De pronto, aquella persona, dueña de un ego a la altura de la cara oculta de la Luna, propuso que se encargara un estudio que midiera la calidad de los productos actuales versus los que se elaboraban años atrás.

“Es más, no gastemos plata en esa evaluación -declaró-, yo mismo me encargo de hacerla… ¡y cuidado si no nos llevamos la sorpresa que los niveles de excelencia han dado un salto exponencial de unos años hacia acá”.

Retomo las últimas cinco palabras: “de unos años hacia acá”. Léase, “desde que yo asumí el cargo que desempeño”.

“¿No sentimos ni tan siquiera un poco de pena cuando nos atrevemos a tirar la primera piedra?”

Después de aquella reunión, en la que el aroma de la vanidad fue más fuerte y penetrante que el del café, pregunté varias veces por los resultados del diagnóstico. Nunca se realizó.

Imposible olvidar esa experiencia. Sobre todo cuando leo en las redes sociales comentarios de personas que actúan con mezquindad a la hora de criticar a sus partidos políticos, pero son exquisitamente generosos cuando de señalar errores en otras tiendas políticas se trata.

Gente que en algunas ocasiones raya en el servilismo a sus líderes, dirigentes y expresidentes, pero es incapaz de ver la viga en su propio ojo.

Se trata de una actitud que me recuerda los informes que los jefes de Estado rinden ante el Congreso cada mes de mayo: ¡Nunca ningún gobierno había hecho tanto y tan bueno! Eso sí, la autocrítica brilla por su ausencia o anémica presencia.

¿Por qué somos tan espléndidos para señalar -en cualquier campo de la vida- yerros, fallos y fracasos ajenos, pero nos tornamos en exceso comedidos al evaluarnos. Bondadosos con nosotros; inmisericordes con los otros.

¿Por qué nos cuesta tanto actuar con la suficiente honestidad y entereza intelectual o racional? ¿Por qué nos cuesta tanto ser autocríticos?

¿Es que acaso somos perfectos, inmaculados e infalibles? ¿No sentimos ni tan siquiera un poco de pena cuando nos atrevemos a tirar la primera piedra?

¡Cuánta falta nos hace crecer y madurar en el difícil pero necesario campo de la autocrítica!

Cuando no se es autocrítico es fácil ser autocínico.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista independiente