“Los dogmas del quieto pasado no concuerdan con el tumultuoso presente”, Abraham Lincoln

-¿Por qué se tienen que callar quienes no piensan como yo? ¿Por qué amordazar a los demás con esa especie de cruz que forma el dedo índice colocado en posición vertical justo en el centro de los labios?

-¿Quién me da el derecho a silenciar a aquellos que no comparten mi fe, estilo de vida, gustos, valores, visión de mundo, perspectiva política, afinidades económicas, puntos de vista sobre el desarrollo?

-¿En qué momento o circunstancia me contagié del virus de censura que ha caracterizado a las dictaduras de izquierda y derecha?

-¿Soy acaso un heredero del espíritu inquisidor de Tomás de Torquemada, presbítero dominico que persiguió “herejes” en Castilla y Aragón en el siglo XV?

¿Por qué me molesta que pongan en entredicho mis certezas y dogmas? ¿Es que temo que me hagan dudar de mis criterios? ¿Es que no se trata de convicciones profundas sino de discursos oficiales que me limito a aceptar y repetir?

-¿Incurren en delito, blasfemia o pecado quienes ponen en tela de duda mis teorías, doctrinas y afirmaciones? ¿Son dignos de juicio y condena aquellos que osan golpear los muros de mi castillo de credos e ideologías?

“… son realmente Anticristos aquellos que persiguen a los hombres de bien y amantes de la justicia, simplemente porque disienten de ellos y no defienden los mismos dogmas de fe que ellos”.

Baruch Spinoza, filósofo

-¿Por qué yo sí tengo derecho a burlarme de las creencias ajenas pero me ofendo y me hago la víctima cuando otros se mofan de las mías?

-¿Qué sucede en mi cerebro que me torno intolerante cuando alguien pasa mis convicciones por el filtro del sentido del humor, la ironía y el sarcasmo? ¿Por qué me amargo la vida y me pongo tan a la defensiva y agresivo si al fin y al cabo cada quien tiene derecho a pensar como quiera y expresar sus puntos de vista?

-¿Por qué confundo los cuestionamientos con ataques personales en lugar de verlos como lo que son: un sano y crítico debate de ideas que puede abrir mi mente a otras visiones o reafirmar lo que creo?

-¿Qué gano con cerrarme de buenas a primeras a las dudas ajenas? ¿Qué gano con correr a poner trancas, picaportes y candados en mi capacidad de razonamiento? ¿Qué gano con privarme del placer de pensar?

-¿Quién dice que las dudas son de Judas?

-¿O es que la cabeza es solo para memorizar y repetir, pero no para reflexionar, sopesar, considerar?

“No debe haber barreras para la libertad de preguntar. No hay sitio para el dogma en la ciencia. El científico es libre y debe ser libre para hacer cualquier pregunta, para dudar de cualquier aseveración, para buscar cualquier evidencia, para corregir cualquier error”.

Robert Oppenheimer, físico teórico

-¿Qué clase de maestros y educación he tenido que me irrita el espíritu crítico de los demás? ¿Qué modelo de liderazgo me ha influido o marcado para punzarme el hígado y descargar mi ira contra quienes profesan otras creencias?

-¿En qué momento aceptamos que las “verdades” se escriben en piedra y no en neuronas?

-¿De dónde esa idea de que hay temas que no aceptan discusión, debate, cuestionamientos, dudas? ¿Quién dice que hay asuntos intocables que no pueden o no deben ser sometidos al análisis?

-¿Quién me puso por juez de lo que se puede debatir y lo que no, y de lo que es lo correcto y lo que no? ¿Quién me nombró abogado de Churchill, Gandhi, Stalin, Pinochet, Dios, la Madre Teresa, Juan Pablo II, Samuelson, Keynes, Friedman, Marx, Stiglitz, Popper, Arendt? ¿Por qué me tomo tan a pecho el que se les ponga en entredicho en libros, conferencias, caricaturas, obras de teatro, películas, etcétera?

-¿Por qué me arrogo el derecho de decirle a los demás “Si no crees, no opines” o “Si no crees, no critiques”? ¿No es tan absurdo como ordenar “Si piensas no opines” o “Si razonas, enmudece”?

-¿Para qué diantres tenemos el cerebro?

Se vale discrepar