¿Cómo no va a entender el escudero de don Quijote lo que sucede hoy día si a él le tocó, hace más de 500 años, lidiar con una persona que prefirió guiarse por sus impulsos y pasiones en vez de atender a la voz de la evidencia?

El episodio tuvo lugar en el campo de Montiel, en donde los dos célebres personajes literarios de Miguel de Cervantes descubrieron 30 o 40 molinos de viento, según se cuenta en el capítulo VIII de la primera parte de esa novela, publicada en 1605.

Don Quijote, fiel a esa locura que lo hacía distorsionar la realidad, confundió aquellas enormes edificaciones con “desaforados gigantes” contra quienes tenía que pelear pues eran sus enemigos.

–¿Qué gigantes? -preguntó Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves -respondió el ingenioso hidalgo-, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

Tan embelesado estaba el Caballero de la Triste Figura que ni siquiera consideró la posibilidad de hacer una breve pausa para observar las pruebas, reflexionar con calma, analizar en frío, preguntarse si acaso él no estaría equivocado.

Ni siquiera le prestó verdadera atención a su compañero de aventuras cuando este le advirtió: “Mire vuestra merced que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino”.

El escudero apeló a lo objetivo, lo concreto, lo que ambos tenían frente a sus ojos, eso que llamamos evidencia y testimonio, pero -aunque parezca mentira y absurdo- de nada valió.

–Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

El caballero andante prefirió la alucinación al indicio, la fantasía a la señal, la mentira a la verdad. Por eso espoleó a Rocinante, le gritó ofensas y provocaciones a los aparentes enemigos, se encomendó a Dulcinea y arremetió con su lanza contra el primer molino que encontró.

Conocemos el final de la historia: “y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo”.

Lo curioso del caso es que ni siquiera así entendió don Quijote, pues cuando el escudero acudió en su auxilio, le dijo que la culpa de todo había sido del sabio Frestón, quien -según su falsa visión de la realidad- convirtió a los gigantes en molinos para impedir que el caballero saboreara la gloria de una victoria.

No hay peor ciego que el que no quiere ver… así lo entendió Sancho Panza, quien a pesar de tener “poca sal en la mollera” comprende que vivimos en un mundo en el que los impulsos y pasiones están por encima de los indicios, señales de advertencia y evidencias.

Las emociones se han adueñado de la sociedad y desplazado a las razones. Lo dice William Davies (1976), sociólogo y economista británico, en su libro Estados Nerviosos. El economista venezolano Moisés Naím habla de un “mundo de fe e instinto, no de datos y ciencia” en su obra La revancha de los poderosos.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Asesor en Comunicación
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