Necesitamos armarnos del valor necesario para enfrentar nuestra realidad. Solo reconociendo las cosas tal cual son, no como fueron o cómo quisiéramos que fueran, podemos transformarlas

Jorge A. Rodríguez Soto

El agua ha sido empleada milenariamente como metáfora explicativa para muchos fenómenos.

En occidente, filósofos como Tales de Mileto, pensaban que era la sustancia de todas las cosas, por la facilidad con la que podía asumir diferentes formas y estados físicos. En oriente, se empleó igualmente para explicaciones sobre la naturaleza, pero, más llamativo aún, para comprender el alma humana.

En el budismo tibetano, por ejemplo, utilizan la metáfora del agua para reflejar el alma y la mente de una manera brillante. Se dice que el ser de los humanos es como agua, puede ser lluvia que moja una inmensa cantidad de cosas, pero logra poco, o la corriente de un río, que abarca menos, pero puede transformar. Considero que esta sabiduría es de lo más necesario en el mundo actual, donde vivimos como lluvia, dividiéndonos en infinidad de distractores.

El asunto es que lo que dividimos son nuestras propias fuerzas, nuestro ser, las dividimos y separamos, al hacerlo nos debilitamos. Vivimos en un mundo de personas que fraccionan tanto de sí mismas, en tantas objetificaciones, que simplemente están agotados. Les cuesta comprender qué son, quiénes son, cada vez diferencian menos de lo que les era propio.

Los seres humanos desean, pero lo que desean no son objetos o personas, sino sus ideas sobre ellos. Las personas se apegan a las cosas o personas, pero el apego no es temor por perder algo, sino miedo a darnos cuenta de que ya lo perdimos. En fin, ambas cosas son idealizaciones, en las que atribuimos parte de nosotros mismos a algo externo. Pensamos que poseyendo ese algo externo estaremos mejor; cuando en realidad lo que necesitamos es recuperar aquello que le atribuimos y siempre fue nuestro, reclamarnos de vuelta.

Dividimos tanto de nosotros mismos, que nos quedamos sin nada, o con poco. Por ello, mediante el deseo buscamos consuelo en el futuro, y mediante el apego buscamos consuelo en el pasado, pues el presente nos duele. Es natural que quien siente tener o ser poco en el ahora prefiera escapar al mañana o ayer.

Pero las idealizaciones, por reconfortantes que puedan ser a veces, siempre son diferentes de los hechos, y, por lo tanto, siempre llevan a la decepción. Como escribiese H. Hesse una vez, “las palabras mienten, los hechos no”, e ideas y pensamiento son palabras. Con el tiempo, llevan a más dolor, ya que nos hacen sacrificar el presente que tenemos en aras de un pasado que no regresa o de un futuro que nunca será.

Lo más curioso de esta situación que aqueja a la mayor parte del mundo, es que su remedio está y siempre ha estado en nuestras manos. Necesitamos armarnos del valor necesario para enfrentar nuestra realidad. Solo reconociendo las cosas tal cual son, no como fueron o cómo quisiéramos que fueran, podemos transformarlas.

Hay que romper la zona de confort del pensamiento y vivir en el mundo; de lo contrario no estoy seguro de que estemos viviendo realmente. Lo cierto es que nadie sufre por lo que es, sino por rechazarlo.

Aun así, esto no es de ninguna forma tarea sencilla, es una práctica, es una forma de ser vivir. Es humano desear o apegarse, pero a como es humano nos es dañino. La vida requiere de valor, al menos si se quiere vivir realmente y en plenitud. Debemos unificar nuevamente nuestras fuerzas, retomando la metáfora inicial, si queremos tener la fuerza de un río y no ser simplemente una lluvia dispersa.

Jorge A. Rodríguez Soto es economista, escritor e investigador científico independiente. jorgeandresrodriguezsoto@gmail.com