Para una autoestima fuera de control todo es tope, rodeo, hipódromo, circo y feria en la cual exhibirse y lucirse

Un ego bien afianzado sobre la tierra es como una autoestima que pasta serena o trota tranquila, pero una excesiva y enfermiza valoración de uno mismo equivale a una vanidad desbocada, fuera de control e insensible al freno.

En el primero de esos casos, piernas, cañas y cascos siguen las indicaciones de la rienda de la sensatez, mientras que en el segundo escenario, cerviz, crin y testuz evidencian la altivez que ignora la moderación de las correas del buen juicio.

Un relincho puede ser la voz alegre del orgullo que se siente a gusto en el corral del amor propio, pero también puede ser el grito de guerra de la arrogancia que no respeta los límites de cercas, trancas y sogas.

El ego, cuando brioso, es pujante y valiente, a la vez que gentil y gracioso; mas cuando desbocado, es altanero y engreído, al tiempo que violento e impertinente.

Da gusto ver el paso firme y elegante de quien ha aprendido a controlar la necesaria fuerza de la sangre caliente, pero triste espectáculo el del individuo chúcaro que muerde y patea o aplasta a otros con sus herraduras.

He visto egos desbocados sobre la pradera del poder, el camino de polvo del conocimiento, las lomas de la fama y la popularidad, la hacienda de la ostentación, el potrero del éxito, el asfalto religioso, la serranía de los complejos, las llanuras de las inseguridades y la finca del “pedigrí” (clase social).

Lo mismo en la quinta de los debates o discusiones en las redes sociales, los montes del periodismo (¡abundan en mi profesión!), los bosques académicos, las laderas gremiales, las playas artísticas, las pampas futbolísticas y otros terrenos donde los cuartos traseros, las grupas y las colas dejan a su paso el inconfundible aroma de la jactancia desaforada.

Algo tienen los aires electorales que exacerban los egos. De repente, aquel se cree Andaluz; el otro, le da un vistazo al espejo y ve un Árabe; unos cuantos se consideran Morgan; un apalusa bien pintado asegura ser el salvador que el país necesita, y hay quienes adoptan el porte señorial del Tennessee walking horse. Aquí no hay razas criollas, ¡todos son pura sangre! Algunos de ellos se llenan de garrapatas deseosas de chupar sangre.

Para una autoestima fuera de control todo es tope, rodeo, hipódromo, circo y feria en la cual exhibirse y lucirse. Todo es espectáculo, show, función y velada en la que hay que ser -a toda costa- el centro de atención, acaparar las miradas y los aplausos.

En opinión del narcisista endiosado y presuntuoso, el jinete, los aperos, el veterinario que lo atiende, los adornos y el peón que lo cepilla y alimenta cada día son secundarios; el protagonista indiscutible es él y nada más que él.

Asimismo, observa con indiferencia a Rocinante (don Quijote), Plata (Llanero Solitario) e incluso al unicornio azul del que canta el cubano Silvio Rodríguez.

Eso sí, se identifica con Bucéfalo (Alejandro Magno), Palomo (Simón Bolívar), Marengo (Napoleón Bonaparte) y Babieca (el Cid).

Y, claro está, sus aires de grandeza lo hacen verse como Pegaso, el caballo alado de la mitología griega sobre el que el dios Zeus surcaba los cielos. Le gusta fanfarronear con el hecho de que nació, al igual que su hermano Crisaor, de la sangre derramada por Medusa cuando Perseo le cortó la cabeza.

Difícil, por no decir imposible, amansar un ego así. Lo mejor es aprender de él, de ellos, los vicios de la presunción que no vale la pena cargar en las alforjas de la vida.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector del periódico El Financiero
Consultor en Comunicación