Aquella mañana los ocho amigos descubrieron una pastilla de jabón abandonada. Estaba usada y despedía un delicioso aroma a hierbas. “Es como acostarse en el jardín y respirar”, dijo uno de ellos.

Sin que mediaran palabras, pero sí miradas, el grupo acordó por unanimidad tomar un baño con aquel obsequio inesperado.

“Ahora solo nos falta un buen chorro de agua”, dijo otro. Y empezó a llover.

Uno, acorde con su nombre, fue el primero en usar la pastilla a la que ya no se le veía la marca. Se deshizo de una costra de arrogancia que se le había formado en el cuero cabelludo.

Dos, luego de enjabonarse, restregó su vientre hasta eliminar la gruesa capa de grasa de intolerancia que le había impedido observar su ombligo en las últimas cinco semanas.

Tres se enfocó en el aseo de las axilas. Respiró aliviado y sonrió cuando por fin desapareció el agrio humor del sudor del narcisismo.

Cuatro lavó sus orejas con esmero. Fue así como cayó en la cuenta de que tenía ya varios meses de no escuchar a los otros, sino únicamente su voz interior.

Cinco se las ingenió para limpiar cada poro de su espalda. ¡Adiós al polvo que se cuela entre la ropa de quienes caminan sobre la senda del monopolio de la verdad!

Seis se deleitó masajeándose los hombros. Se libró del peso de creerse miembro destacado del exclusivo club de los perfectos, inmaculados, transparentes y honestos.

Siete tragó espuma accidentalmente. Sintió que se ahogaba, pero al cabo de pocos minutos expulsó el taco de insultos que tenía en la garganta y que usaba en contra de quienes piensan diferente a él.

Ocho, como era el último en usar el jabón de baño y no tenía que compartirlo con nadie, formó con sus manos una enorme burbuja que lo atrapó de pies a cabeza. Fue el único que decidió mantenerse aislado del mundo para no tener que lidiar con otras visiones y perspectivas de la realidad.

Jotade