… ni el que más impresiona con sus aleteos, sino aquel que señala un norte, un rumbo, en especial en tiempos de incertidumbre…

José David Guevara Muñoz

Este artículo está enfocado en dos gallos: uno que conocí años atrás en un solar guanacasteco y otro en el que reparé el pasado 27 de marzo.

De manera indirecta, así como quien no quiere comerse la bronca, me referiré a otros gallos que no son de corral ni de patio. Sé que cada lector de estas líneas sabrá reconocerlos…

Al primero de los gallos, de gran tamaño y pochotón, lo vi por primera vez un sábado en el que me protegía del inclemente sol de la pampa bajo la exuberante cabellera de un árbol de mango.

El rasgo que llamó mi atención inicial, por ser sumamente notorio, fue el aire de pavo real que se daba aquella ave doméstica. Literalmente, se pavoneaba al caminar por entre un grupo de gallinas que él veía y trataba como su harem. ¡Consumado acosador el gallito!

De caminar erguido y ceremonial, se notaba que disfrutaba sacando pecho, exhibiendo su cualidad de macho alfa. ¡Típico gallo de pluma en pecho!

A ratos hacía gala de la potencia de su galillo. Musicalizaba el ambiente con su canto estridente, al cual acompañaba con ensayados y ostentosos aleteos que hacían revolotear la hojarasca. ¡Adicto al show!


Como si fuera poco, se comportaba como todo un matón de cantina con las gallinas y los polluelos; corría a arrebatarles cualquier insecto o semilla que estuvieran a punto de devorar. ¡Qué valiente!

Sí, aprovechaba cada situación para dejar claro quién mandaba en aquel solar. ¡Gallo con aires de pavo real, pero con mentalidad de chiricano!

La segunda vez que lo vi, pocos meses después, disfruté de lo que observaron mis ojos…

Resulta que el gallo del patio vecino, una ave de aspecto más modesto -pequeño y sin plumajes de gallo de mundo- y canto apenas audible, sobrevoló la tapia, invadió el Edén ajeno y se atrevió a probar los frutos prohibidos.

Por supuesto que desató la inmediata furia del Zeus de aquel Olimpo guanacasteco. El gallo alfa se apresuró a defender lo que pensaba que era suyo, pero no contó con que tarde o temprano podía aparecer un individuo más ágil y astuto, capaz de darle una cruda lección de realidad y ponerlo en su lugar.

Eso fue lo que sucedió. El gallito invasor, filibustero emplumado, le propinó una clase de paliza que aquel matón ha de haber recordado hasta el último de sus días, cuando tras exhalar el último aliento pasó directo a la olla en la que terminó convertido en caldo.


Triste final para aquel “pavo real” que no ponía huevos, no hacía nidos, no cuidaba a los pollos, pero sí se la pasaba cacareando…

El segundo gallo de esta historia es de lata y descansa sobre la punta de una varilla de hierro ubicada sobre uno de los techos del costado este del Centro Nacional de la Cultura, en San José (es el que aparece en la foto principal de este artículo).

Apenas reparé en él, saqué mi cámara de bolsillo y lo fotografié. De inmediato pensé en que ese gallito que no aletea, canta, cacarea, matonea ni se exhibe, es más valioso que el de aquel solar guanacasteco pues cumple una importante misión: señalar el norte.

En efecto, el gallo de lata, sin hacer tanto aspaviento, marca un rumbo, un camino, un derrotero. ¡Tiene sentido de dirección!

Se trata, por ende, de un individuo muchísimo más útil que aquel otro cuya brújula apuntaba única y exclusivamente hacia su ego. ¡La vacilante aguja de la vanidad!

Ese 27 de marzo, mientras regresaba a casa, pensé en que gallo no es el que canta más fuerte ni el que más impresiona con sus aleteos, sino aquel que señala un norte, un rumbo, en especial en tiempos de incertidumbre.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente