Las nuevas generaciones de votantes costarricenses no vivieron lo que aquí describe quien participó como ciudadano y periodista de una extinta forma de hacer política en vivo y a todo color en tiempos del bipartidismo

Lo primero que hay que decir es que las desaparecidas plazas públicas, en las que los candidatos a la presidencia de la República pronunciaban un emotivo y apasionado discurso en muchas comunidades, eran una fiesta cantonal, una ocasión para reunirse al aire libre, gritar consignas, agitar banderas, cantar estribillos electorales, bailar, saltar y aplaudir, revivir el amor por los colores de un partido político y entrar en calor en la ruta hacia el día de las votaciones.

El ambiente comenzaba a animarse en pueblos y ciudades en cuanto la voz de un locutor anunciaba, a través de una bocina instalada en el techo de un vehículo, el día, la hora (casi siempre nocturna) y el lugar en que se realizaría la pachanga democrática.

Al son de esa convocatoria, los vecinos empezaban a preparar el atuendo de guerra que lucirían en tan especial ocasión: camisas, camisetas, pantalones, abrigos, bufandas, sombreros, viseras y collares alusivos a sus inclinaciones políticas. Además cornetas, matracas y pitoretas.

El día del encuentro, una cuadrilla de trabajadores se encargaba de armar en alguna de las calles una tarima lo suficientemente grande para que acogiera al candidato presidencial, su familia y amigos, algunos aspirantes a la Asamblea Legislativa y municipalidades, miembros de los comités cantonales, figuras históricas de los partidos -expresidentes del país y excandidatos- y uno que otro colado que se paseaba desde lo alto con aires de pavo real.

Abajo, al mismo nivel del resto de los mortales, había uno que otro partidario resentido: líderes comunales que no habían sido invitados a ocupar un sitio en la tarima, pero allí estaban en primera fila y en modo fiesta pues en política es importante sonreír aunque el funeral vaya por dentro.

Juegos de luces, equipos de sonido y pantallas gigantes formaban parte de aquellas estructuras de metal y madera, y siempre resguardadas por cuerpos de seguridad públicos (por lo general, pasados de peso) y privados (con anteojos para sol, aunque fuera de noche). Banderas, mantas, globos, fotografías enormes y guirnaldas complementaban la decoración. Entre más grande y opulenta era la tarima, más grandeza se comunicaba.

Conforme se acercaba la hora de la cita, el público partidario se hacía presente a marcha de hormigas cargando trozos de hojas. A modo de abrebocas, todos comentaban los resultados de las últimas encuestas, los cálculos de cada quien hechos a ojo de buen cubero, las fortalezas y debilidades de los anuncios electorales, los habituales cuestionamientos éticos y legales difundidos por la prensa, los chismes de moda y los famosos “mirá, me enteré de muy buena fuente que…”, típico comentario de bombeta con ganas de aparentar que formaba parte de la pelota principal.

Y de repente el espectáculo arrancaba, se hacía girar una de las tantas tuercas de las maquinarias electorales de antaño. Canciones pegajosas, juegos de luces, comparsas, cimarronas, mascaradas, cantantes, bailarinas y juegos de pólvora contagiaban de entusiasmo a los presentes y todo era estridencia y jolgorio.

Víctimas del zancudo de la envidia, los seguidores del partido contrario (eran los tiempos del bipartidismo), espiaban con discreción y comentaban despectivos: “son cuatro gatos, la nuestra estuvo mucho mejor, muchísima más gente” o “muchos carajillos y los niños no votan”.

De pronto, el locutor y animador de turno anunciaba a viva voz: “¡¡¡Me dicen que nuestro candidato y prooooooooóximo presideeeeeeeente de la República se encuentra a tan solo veinte minutos de aquí!!!” La multitud enloquecía y coreaba al unísono el apellido del caudillo, quien era visto como el mesías, el iluminado, el genio de la lámpara maravillosa.

Las plazas públicas operaban como redes sociales electorales mucho antes de que Facebook, Twitter, Tik Tok y otras aplicaciones de la era digital sustituyeran las calles por las pantallas.

Luego llegaba la hora de los discursos. Hablaban quienes pretendían una curul legislativa o un cargo municipal, integrantes del comité político cantonal, alguna figura histórica, una representante del movimiento femenino o un líder de la juventud. En realidad, se trataba más de arengas que de exposiciones racionales; el objetivo era enardecer el ánimo de los oyentes, excitarlos, inflamarlos, aguijonearlos, inyectarles una buena dosis de fervor; resultaba siempre muy efectivo inocularle veneno al rival político.

Por eso se escogía, por lo general, a oradores de verbo encendido, gente capaz de atizar a las masas exaltando los logros y virtudes de la propia organización y minimizando a los rivales. Había más corazón que cerebro en las plazas públicas, más emoción que reflexión. De repente una comparsa ponía a bailar y sudar a todo el mundo y en medio de la algarabía, la voz del animador: “¡¡¡Me dicen que nuestro candidato y prooooooooóximo presideeeeeeeente de la República se encuentra a tan solo cinco minutos de aquí!!!”

En un abrir y cerrar de ojos el cielo se transformaba en una marea de banderas verde y blanco (Partido Liberación Nacional) o rojo y azul (Partido Unidad Social Cristiana) agitadas por el público. En aquellos años los partidos políticos invertían grandes sumas de dinero en la elaboración de signos externos que les obsequiaban a sus partidarios y que incluían también broches, pegatinas y cordones.

Por eso en aquellos años los techos de los barrios se llenaban de banderas plásticas y de tela durante las campañas electorales. Se decía que la mejor encuesta era contar banderas.

La mayor explosión de adrenalina tenía lugar cuando el candidato presidencial por fin llegaba al lugar y subía a la tarima. La gente gritaba, silbaba, bailaba, brincaba, aplaudía y no faltaba quien llorara. La aclamación duraba uno o dos minutos, por lo que al día siguiente muchas personas despertaban afónicas.

El frenesí continuaba desbocado cuando la esposa del aspirante y el resto de la familia aparecían en escena. Lo más parecido que he visto a esos momentos fue la celebración de los goles de Costa Rica en los mundiales de Italia 1990 y Brasil 2014.

Dependiendo de las personalidades de los candidatos y de si formaban parte del oficialismo o la oposición, los discursos eran sazonados con algunos de estos ingredientes: arengas, reflexiones, gritos, pausas, desafíos, chistes, lágrimas, bailes, críticas, mofas, sarcasmos, exageraciones, promesas mesiánicas, advertencias apocalípticas y, por supuesto, un vehemente llamado a acudir a las urnas el día de los comicios y sacar a votar a todo el mundo.

La música, las luces y la pirotecnia se encargaban de cerrar con broche de oro aquellas noches de fiesta en la que casi todos los partidarios regresaban a sus casas convencidos de que las votaciones ya estaban definidas y el futuro se vestiría con los colores de su partido político.

Hay que mencionar que las madres de las plazas públicas tenían lugar a pocos días de los comicios: manifestaciones de fuerza en las que los ciudadanos se daban cita a un también festivo evento de cierre de campaña en el Paseo Colón o en la Avenida Segunda. Los partidarios acudían en vehículos particulares, trenes y buses desde todos los rincones del país, pues había que demostrar cuál partido era el rey.

Así eran, en términos generales, las desaparecidas plazas públicas, esas actividades a las que los avances tecnológicos les clavaron la espada y el covid les propinó la estocada. Tales encuentros operaban como redes sociales electorales mucho antes de que Facebook, Twitter, Tik Tok y otras aplicaciones de la era digital sustituyeran las calles por las pantallas, las tarimas por los teclados y los aplausos en vivo por los clics.

Sí, los memes reemplazaron a las banderas.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector de El Financiero
Consultor en Comunicación