Un repaso por cuatro espectáculos circenses pobres, chambones, de baja calidad y lamentables

José David Guevara Muñoz

Aquel circo daba pena.

Resulta que el hombre que vendía los boletos era también maestro de ceremonias, mago, payaso y encargado de un espectáculo con perros de la raza pequinés. ¡Solo le faltaba vender palomitas de maíz y algodón de azúcar!

No recuerdo el nombre de aquella compañía mexicana que se presentó en varias comunidades de nuestro país a principios de los años ochenta del siglo pasado. Lo que sí tengo presente es que acudí a una de las tantas funciones que brindó bajo una carpa desteñida y luyida, instalada en la plaza de Lourdes de Montes de Oca.

Allí llegué un domingo por la tarde en compañía de mi novia en ese entonces y una marimba de niños sobrinos de ella.

Era un circo pobre, de muy baja categoría, pero con algo había que divertirse. Además, la entrada era barata.

Los payasos daban más lástima que risa. Los acróbatas exhibían más remiendos que arte. El chimpancé tenía más canas que gracia.

Aquel domingo llovía a cántaros, por lo que diversas goteras formaron parte del show. Todo suma cuando el entretenimiento es de baja calidad.

El momento más triste tuvo lugar cuando cuatro perritos pequineces salieron a la pista del circo con la intención de hacer las delicias del público, pero de inmediato fueron atacados por un grupo de perros callejeros que se habían colado y echado debajo la gradería.

La improvisada escena era cruel, pero fue el momento más reído y aplaudido por jóvenes y adultos. Lo chabacano vende; hay mercado para el mal gusto.

Evoco esa tarde de domingo y rememoro también uno de los fallidos números del circo azteca que visité con mis padres y hermanos una lejana noche en Liberia, Guanacaste, en donde vivimos entre diciembre de 1969 y mayo de 1972.

Resulta que un mago tenía que soltarse de una silla a la que había sido atado con cadenas aseguradas con varios candados. Para que nadie viera cómo lo hacía, el “artista” fue cubierto por una casetilla negra que descendió desde la cúspide de la carpa sostenida por varias cuerdas.

Todo iba bien, el público estalló en aplausos en cuanto el ilusionista quedó de nuevo al descubierto y libre de cadenas.

Sin embargo, tarde o temprano la magia se acaba y el chanchullo salta a la vista…

Pasó que quienes tiraban de las cuerdas para subir de nuevo la casetilla, no coordinaron bien sus movimientos y todos pudimos apreciar al hombre que iba oculto en esa estructura.

Como suele ocurrir en este mundo, en un abrir y cerrar de ojos se pasó de la ovación a la silbatina y de la alabanza al abucheo. Hay que saborear las mieles del éxito, porque no hay marcha atrás cuando la gente se decepciona.

En calidad de reportero me tocó cubrir el desfile que otro circo malo hizo por las calles de San José un sábado por la tarde.

Fue deprimente ver al león cansado dentro de una jaula, los caballos con penachos que habían perdido muchas de sus plumas y un par de camellos con cobijas rotas sobre los lomos.

¡Hay gente que no tiene gusto ni para montar un espectáculo circense!

Cierro este homenaje al show chapucero rememorando una de las funciones más lamentables que he visto en mi vida.

Se aproximaba el año 2000 cuando fui con una compañera de trabajo a ver un circo que se presentaba en la Plaza González Víquez y cuya mayor atracción era ver a dos hermanos siameses -unidos por el estómago- caminando y corriendo por la pista.

¡Hay que ser miserable para montar un circo a costa del dolor ajeno! ¡Y hay que ser ingenuo y morboso -como lo fui yo- para sumarse a un vacilón que no aporta nada sustancial!

Los circos malos nunca pasan de moda -por eso siguen llegando a Costa Rica- y los de calidad, elegantes y artísticos -como el Cirque du Soleil- se echan de menos.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista
Asesor en comunicación