Muchas veces no estuve de acuerdo con las posiciones de don José Merino del Río (1949-2012), quien fue diputado en dos períodos: 1998-2002, con Fuerza Democrática, y 2006-2010, con el Partido Frente Amplio, del cual fue su fundador.

También militó con el Partido Vanguardia Popular, en el cual se desempeñó como miembro del Comité Central y de la Comisión Política, y fue miembro del Comité Político de la Coalición Pueblo Unido.

Lo anterior para mencionar tan solo parte de la trayectoria política de quien estudió ciencias políticas, periodismo y economía en la Academia de Ciencias Sociales de Moscú, y obtuvo una maestría en sociología por la Universidad de Costa Rica.

Me habría gustado ser uno de sus alumnos de lengua y literatura en el Colegio La Salle, sospecho que sus lecciones habrán sido tan provocadoras como sus discursos políticos y las tertulias que muchas veces compartimos; entre ellas, una en la escuela Joaquín García Monge, de Desamparados, durante la jornada electoral de febrero del 2006, y otra en un homenaje al escritor costarricense Carlos Luis Fallas, Calufa, en el Teatro Municipal de Alajuela).

Y sí, muchas veces -quizá la mayoría- discrepé de los puntos de vista de este señor a quien admiro y respeto hasta el día de hoy por una razón que considero de peso: la coherencia entre sus principios y sus actos.

¡Cómo no va a ser una razón de peso en un mundo en el que sobran ejemplos del creciente número de divorcios entre las palabras (discursos) y los resultados (hechos)! Un planeta en donde una es la “verdad” que leemos en el libreto y otra, muy distinta, la que vemos sobre el escenario de la realidad.

Se trata de una situación que salta a la vista no solo en el mundo político, sino también en las esferas estatales y privadas, iglesias, universidades y organizaciones de diversa índole.

“Afortunadamente abundan también los casos de organizaciones consecuentes entre lo que dicen y lo que hacen”.

José David Guevara Muñoz, editor de Gente-diverGente

El problema no radica en la imperfección (característica sumamente humana), sino en el “cacareo” de principios, valores y virtudes que no superan la prueba ácida de la realidad. ¿Qué sentido tiene disfrazarse de Abel cuando quien va por dentro del traje es Caín? ¿Se acuerdan del cuento titulado El traje nuevo del emperador o El rey desnudo, del danés Hans Christian Andersen?

La experiencia es rica en ejemplos de organizaciones que predican A pero luego ceden a los guiños de B, desde donde saltan a los brazos de H para coquetear después con T, aliarse con V y acabar sumidas en Z. Y de esto se enteran, o percatan, los clientes internos y externos por más que se intente disimular con lustre el sabor amargo del queque.

¿Quién no conoce casos de organizaciones que exhiben orgullosas códigos de ética que solo sirven para constatar que el papel aguanta lo que le pongan? ¿Quién no ha escuchado de empresas en las que las políticas internas no se aplican por parejo, sino antojadiza, conveniente y amistosamente? ¿Quién no ha asistido a una iglesia donde de la puerta hacia adentro se habla de amor pero a lo externo se proclama odio y condena? ¿Quién no lee publicaciones que en el Día de la Madre exaltan generosamente la figura materna, pero a diario manosean la imagen de las mujeres? ¿Quién no sabe de asociaciones que piden donaciones para programas sociales pero son poco transparentes a la hora de rendir cuentas?

Ejemplos y preguntas son de no acabar, sobre todo si pisamos los escabrosos terrenos del pago de impuestos y cargas sociales, la protección del ambiente, el compromiso con la equidad y la desigualdad, la mano de obra infantil, la salud y bienestar de los consumidores, el trato justo a los trabajadores inmigrantes, etcétera.

Y no se trata, reitero, de caer en un moralismo populista, ese del que echan mano los abanderados de la integridad, los dizque inmaculados, pero sí de subrayar el riesgo que asumen las compañías, entidades y otras agrupaciones cuando se esmeran por promocionar como cielo algo que huele a fuego y se le nota el humo.

Afortunadamente abundan también los casos de organizaciones congruentes y consistentes que tal vez no se pasan contándole a la mano derecha lo que hacen con la izquierda, pero sí son consecuentes entre lo que dicen y lo que hacen, pues han entendido que Comunicación no es solo lo que se divulga sino también lo que se hace.

Comunicar, me lo recuerda el ejemplo de don José Merino del Río, no es tratar de que todos piensen como yo, sino ser coherente. No ofrezca un bien si no lo produce.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector del periódico El Financiero
Consultor en Comunicación