Dos historias que me recuerdan que valores como la compasión, empatía, humanidad y solidaridad nos desafían a todos a diario

Sucedió hace unos treinta años…

Aquella mañana fui el primer periodista en llegar a la sala de redacción del periódico en el que iniciaba mi carrera como reportero.

De pronto, una de las asistentes me dijo que me iba a pasar la llamada telefónica de uno de mis jefes. Aquel hombre compartió conmigo una mala noticia: un niño acababa de morir luego de disparar accidentalmente un arma de fuego contra sí mismo.

Yo no trabajaba en la sección de sucesos, pero era quien estaba a mano para que se le asignara la horrible e inhumana tarea de ir al sitio de la tragedia y averiguar los pormenores del caso.

Sentí que iba a descomponerse y quise negarme a cubrir un hecho que me parecía nadie tenía derecho a convertir en noticia, pero ya se sabe que donde manda capitán…

Me dirigí al escenario de los hechos en compañía de un fotógrafo y un chofer, a quienes les confesé que no solo no tenía la menor idea de cómo actuar en una situación como esa, sino que además me parecía que una desgracia de ese tipo era un asunto extremadamente íntimo, familiar, y que no se valía que terceros metiéramos las narices.

Lo sé, lo sé, como periodista tenía que averiguar si en efecto se había tratado de un accidente, pero sea como sea aquella experiencia me causaba ruido, malestar, disonancia.

Tenía claro también que el periódico no pretendía darle un tratamiento sensacionalista a lo ocurrido, pero eso contribuía poco o nada a tranquilizar mi conciencia.

Durante el viaje, de unos 15 kilómetros, me preguntaba en silencio cómo me sentiría yo como padre o tío sin en medio de una tragedia un grupo de reporteros acudieran a casa en busca de información, sobre todo tomando en cuenta que así como hay periodistas serios y responsables, lamentablemente también los hay de otra clase…

Y eso fue lo que pasó, cuando llegué a la propiedad donde acababa de morir un niño ya había un grupo de colegas con libretas y grabadoras en mano.

Por un instante, primó en mi mente la imagen de varias aves carroñeras.

Aquella residencia se encontraba dentro de un lote con amplias zonas verdes, por lo que los trabajadores de la prensa nos hallábamos en la acera, detrás de una cerca y portón.

De pronto se abrió la puerta de la casa y salió una mujer joven que caminó hacia nosotros gritando: “¡Hijueputas, miserables! ¿Cómo es posible que no respeten el dolor ajeno? ¡Desgraciados! ¡Infelices! ¡Respeten, hijueputas!”

Casi de inmediato salió también una mujer adulta, canosa, quien abrazó a la joven, le habló y la llevó de nuevo a la residencia. Luego acudió a hablar con los reporteros.

“Les ruego disculpen la reacción de mi hija; ella es tía del niño que murió esta mañana y yo soy la abuela. Estamos pasando por un momento muy difícil, triste, de mucho dolor, por lo que les pido de corazón que nos dejen a solas. No nos agobien más de lo que ya estamos”, manifestó.

Todos los periodistas nos retiramos y fuimos a buscar información en otras fuentes: Cruz Roja, Guardia de Asistencia Rural y la escuela donde había estudiado aquel niño.

Lo único que yo deseaba era que aquella pesadilla periodística terminara de una vez por todas, que ese día llegara a su fin.

Por la noche, acostado en mi cama a oscuras, me sentía miserable, nada orgulloso de mi labor durante aquella jornada.

Es lo que se llama “periodista como intruso” en el libro Elogiemos ahora a hombres famosos, con textos del periodista James Agee (1909-1955) y el fotógrafo Walker Evans (1903-1975), una obra que retrata las condiciones de pobreza en que vivían los campesinos que sembraban algodón en Alabama durante la Gran Depresión.

Ambos profesionales estadounidenses experimentaron en carne propia lo que es actuar como un intruso en el terreno sensible de la miseria o desgracia ajena.

Agee y Evans entraron en viviendas, habitaciones, baños, comedores y otros rincones donde habitaba la indigencia. Me pregunto si la crudeza de aquella realidad, que ambos reporteros procuraron tratar con respeto, habrá sido la razón por la cual la revista Fortune decidió no publicar el reportaje que había encargado.

Dos historias, una personal y otra ajena, que me recuerdan que valores como la compasión, empatía, humanidad y solidaridad nos desafían a todos a diario.

No solo la prensa se enfrenta al reto de nadar en las turbulentas aguas del dolor ajeno.

Segundo de cinco artículos inspirados en el libro Elogiemos ahora a hombres famosos, de James Agee, periodista, y Walker Evans, fotógrafo.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector de El Financiero
Consultor en Comunicación