“Mi experiencia me dice que deberíamos presentarnos siempre de la forma más simple y honesta posible, eliminando todo rango o título que no viene al caso y que nadie nos está preguntando”

(*) Por Albam Brenes Chacón

Ya es sabido que después de confirmarse que el candidato Joseph Biden había ganado las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, el candidato perdedor, Donald Trump, y muchos de sus seguidores no se resignaban a aceptar esos resultados. Insistían en que había existido fraude electoral, y buscaban formas de denigrar o descalificar a sus oponentes de alguna manera, como si eso permitiera cambiar las cifras de votos obtenidos.

Un ejemplo de esos intentos de descalificación lo protagonizó Joseph Epstein, conocido articulista de la página de “opiniones” de The Wall Street Journal, que el 11 de diciembre del 2020 publicó un texto bastante cuestionable acerca de la esposa de candidato ganador. Tanto así que gran cantidad de personas escribieron comentarios en contra de dicho artículo, calificándolo de “repugnante y sexista”, “misógino”, “tontería elitista condescendiente”, “irrespetuoso”, etc. Transcribo el primer párrafo del comentario en cuestión (con una traducción personal), pues creo que basta para justificar los comentarios que haré posteriormente.

“Madame Primera Dama… Sra. Biden… Jill… Jovencita:  un pequeño consejo sobre algo que puede parecer poco importante, pero creo que no lo es.  ¿Habrá alguna posibilidad de que deje de usar el “Dra.” antes de su nombre? “Dra. Jill Biden” suena y se siente fraudulento, por no decir un toque cómico…  Su título es, si no me equivoco, un Doctorado en Educación, obtenido en la Universidad de Delaware a través de una disertación con un título poco prometedor…  Un hombre sabio dijo una vez que nadie debería llamarse a sí mismo “Dr.” a menos que haya dado a luz a un niño. Piénselo, Dra. Jill, y deje ya de usar el “Dra.””.

Como lo adelanté, muchas personas reaccionaron en contra del  artículo de Epstein, porque en varias partes se alejaba de lo establecido en ciertas normas o costumbres aceptables para ellos. Por ejemplo, el comenzar llamándola “Madame Primera Dama… Sra. Biden… Jill… Jovencita” parece bastante burlón, condescendiente e irrespetuoso. El “Madame” también es cuestionable porque es un palabra en francés que hasta podría tener otras connotaciones, ¡y además se la dice a una profesora de inglés! El “Jill” a secas está fuera de lugar si no es su pariente o amigo. Y el “Jovencita” es inadmisible con una señora de 69 años, excepto si Epstein fuera mucho más viejo que ella, o hubiera sido su superior en algún momento, lo que no es así.

Tampoco venía al caso decir que “Dra. Jill Biden” sonaba “fraudulento” y “cómico”, sobre todo si implícitamente ya estaba aceptando que el título de ella realmente existía y era válido, aunque fuera Doctora en Educación y no en Medicina. Era un planteamiento tan fuera de lugar que uno de los detractores del artículo lo aprovechó para preguntarse si Epstein hubiera tratado igual a figuras destacadas en su país, como el Dr. Martin Luther King o el Dr. Henry Kissinger, que siempre fueron presentados con sus títulos de “Dr.”  aunque no fueran médicos. Y por supuesto, no faltó quien insinuara que Epstein era un envidioso, porque su propio curriculum académico (mencionado en el mismo artículo) era muy inferior al de la Dra. Biden.

No obstante, pienso que todo este asunto del desafortunado artículo de Epstein en realidad fue una cuestión circunstancial con matices más “politiqueros” que políticos, y muy pronto será olvidada. Más importante, creo yo, es ver un ángulo adicional del asunto que es más profundo e independiente de la cuestión politiquera. Me refiero a que estamos ante un problema de “códigos de respeto social”, nombre que uso por analogía con el de “códigos de vestimenta”, expresión que se ha popularizado entre quienes organizan eventos formales para referirse al conjunto de indicaciones que se dan a los invitados acerca del tipo de ropa que se espera usen en el evento.

En el “código de respeto social”, entonces, se inclurían las indicaciones sobre los conductas aceptables o no, que deberíamos cuidar durante nuestras interacciones sociales. O sea, se trata de un código bastante sutil, que puede variar notablemente entre las diversas culturas, lugares o épocas. Un código que en otras épocas fue objeto de manuales completos que eran seguidos y respetados por algunas familias, escuelas, o iglesias, como el (eventualmente ridiculizado) Manual de Urbanidad de Carreño. Un código, sin embargo, que con el tiempo se dejó “por la libre” y se convirtió en aprendizaje transmitido de boca en boca o aprendido por imitación.

“Si un interlocutor me llama por mi título o rango, eso me da una idea de cuánto formalismo o respeto quiere transmitirme, y tengo la opción de ofrecerle un trato más igualitario”.

Albam Brenes Chacón, psicólogo y docente pensionado.

Por ejemplo, en casi todas las sociedades se les enseña a los niños que deben tratar con respeto a sus mayores, y es usual que cada idioma tenga previstas formas específicas para expresar ese respeto.

Nuestro país no es excepción, y personalmente recuerdo que cuando niño aprendí que debía llamar don Fulano y doña Mengana a todas las personas que fueran mucho mayores que yo, como los padres de mi amiguito vecino, o los amigos personales de mis padres, o el pulpero, el policía y la señora que vendía lotería.

A los hermanos de mis padres debía llamarlos tío Fulano y tía Mengana, excepto si eran muy jóvenes o ellos mismos me pedían no hacerlo. A mi maestra en la escuela primaria debía llamarla niña, señorita Fulana o maestra, pero a la directora debía llamarla doña Mengana. En la educación secundaria se permitía decirle “profe” a casi todos los profesores, aunque los muy jóvenes a veces pedían (o toleraban) que se les llamara por su nombre de pila. En la Universidad era necesario añadir un poco más de formalidad, sobre todo con aquellos profesores que obtuvieron con mucho esfuerzo algún título de posgrado y esperaban que se mencionara, por lo que resultaba prudente sustituir el simple “profe” por un “Dr. Fulano”.

También se nos enseñaban formas de respeto según las ocupaciones o profesiones de la gente, las cuales podrían reflejar su área o nivel de estudios universitarios. Por ejemplo, en el lenguaje hablado, el médico y el dentista que nos atendía siempre eran llamados “Dr. Fulano”. El abogado que nos representaba debía ser llamado “licenciado Zutano”. Y si era por escrito, posiblemente se le añadían algunas cosas, como por ejemplo: “Señor Presidente”, “Señor Director“, Lic. Don Fulano de Tal o simplemente Lic. Fulano”, etc.

Por supuesto, debo insistir en que los ejemplos citados son muy locales y algunos ni siquiera se aplican a los países vecinos más cercanos. De hecho, recuerdo haberme sorprendido al leer alguna novela colombiana o brasileña y darme cuenta de cómo en algunas zonas de esos países era usual llamar “doctor” a todo el que tuviera algún título universitario. O llamar “coronel” o “comandante” a ciertos hacendados importantes, aunque no tuvieran esos rangos castrenses. O enfatizar los rangos militares como en la frase: “¡A la orden, mi coronel!”, para destacar las relaciones de autoridad a la hora de dictar o seguir órdenes. Y aún más formalismo existía o existe en diversos países para el lenguaje escrito, donde ciertas cartas oficiales deben ser encabezadas con apelativos y calificativos especiales, al estilo “Su excelencia, Excelentísimo o Ilustrísimo”, “Honorable Juez”, Señor Doctor”, o “Señor Profesor Doctor”, etc.

Un punto final interesante sobre este tema tiene que ver con la forma de presentarse uno mismo, el cual era un tema no muy claro en los “códigos de respeto social” de antaño, y creo que igual de confuso es en la actualidad, dada la pedantería, o incluso la falsa humildad que a menudo atestiguamos. Sin embargo, mi experiencia me dice que deberíamos presentarnos siempre de la forma más simple y honesta posible, eliminando todo rango o título que no viene al caso y que nadie nos está preguntando. Esto es válido sobre todo en el lenguaje hablado que usamos fuera de nuestros círculos formales o laborales.

La premisa básica es que si un interlocutor me llama por mi título o rango, eso me da una idea de cuánto formalismo o respeto quiere transmitirme, y tengo la opción de ofrecerle un trato más igualitario. Pero sí yo mismo me presento usando esos atributos, indirectamente le estoy dando una idea a mi interlocutor de cuánto formalismo o respeto espero que me dé, lo cual en muchos contextos puede sonar arrogante, porque el respeto, la consideración o la aceptación, al igual que el cariño, se ganan; no se exigen.

(*) Albam Brenes Chacón, psicólogo y docente pensionado.