Una reflexión a partir de una novela de Franz Kafka en donde los ciudadanos están al servicio del poder y no a la inversa

Ayer, martes 11 de mayo del 2021, recibí mi segunda dosis de la vacuna que protege contra el Covid-19. Mientras aguardaba mi turno en el Ebais ubicado en el Alto de Guadalupe, avancé en la lectura de la novela en que he estado sumido en los últimos días: El castillo, de Franz Kafka.

No es casualidad que sea ese el libro que he estado masticando despacio este mes y que me acompañó a mi segunda cita con la jeringa y la sustancia elaborada por Pfizer.

Se trata de una historia publicada por primera vez en 1926, hace 95 años, y que demuestra lo distante, insensible, caprichoso y absurdo que puede ser el poder ante las necesidades de los ciudadanos.

En ese relato de 407 páginas en la edición de Alianza Editorial (Madrid, España) el aparato estatal es retratado como un enorme, sinuoso y tramposo laberinto donde conceptos como vocación de servicio y transparencia gubernamental carecen de todo sentido.

No en vano la atmósfera y ambiente que priman en la comarca donde tienen lugar los hechos están marcadas por el frío, la niebla, la humedad, la oscuridad, las puertas cerradas, los caminos difíciles de transitar y otros obstáculos que simbolizan la impotencia de las personas ante la burocracia.

Allí todo es misterio: no hay certeza sobre la identidad de las autoridades, el estado de situación de los trámites, las decisiones que se toman en los despachos públicos, el avance de las investigaciones, los resultados de las quejas, las normas a acatar y los procedimientos a seguir.

Kafka creó un entorno dominado por el silencio, la incertidumbre, el miedo, los cuchicheos, los rumores, las intrigas, los complejos, los chismes, las suposiciones… todo ello estimulado por un Estado que se divierte a costa de la desesperación de la gente que lo sostiene mediante el pago de impuestos.

“Han jugado conmigo, me han echado de todas partes”, se queja el protagonista de El castillo: un individuo que se llama únicamente K. (¿Es estrictamente necesario contar con un nombre completo ante un sistema deshumanizado?).

¿Kostarricenses?

K. es un extranjero que fue contratado para el cargo de agrimensor (medir tierras), mas no puede ejercer su oficio porque ningún jerarca lo atiende, recibe mensajes ambiguos y no hay quién lo tome en serio y le brinde un trato digno. “¡Es posible tales abusos de poder!”, manifiesta.

“Mi más grande deseo, diría incluso el único, es poner en orden mis asuntos ante la Administración”, declara desesperado.

¿Cuántas veces los ciudadanos costarricenses nos hemos sentido frustrados como K. (kostarricenses)? ¿En cuántas ocasiones nos hemos estrellado contra las infranqueables paredes de un castillo?

Esas y otras preguntas me hice ayer mientras esperaba mi turno en el Ebais.

Y no es que todo funcione mal en nuestro Estado, de hecho contamos con muchos servicios satisfactorios, pero quién de nosotros no cuenta con una colección de historias absurdas en materia de tramitomanía (esa que gobierno tras gobierno recibe más maquillaje que cirugía).

Afortunadamente, la actual emergencia sanitaria, que suma ya catorce meses en Costa Rica, le puso una vacuna de servicio ciudadano a la institucionalidad, en especial la del sector salud.

¿Que hay mucho por mejorar y acelerar? ¡Por supuesto que sí! Sin embargo, vivimos en un país envidiado -en materia de vacunación- por los habitantes de otras naciones en donde esta acción marcha muchísimo más lenta o ni siquiera ha comenzado pues hay recursos para financiar ejércitos mas no para velar por la salud de la población.

Una bendición el hecho de que en Costa Rica las vacunas no las pongan en el castillo, sino en los Ebais.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista independiente