“Estamos ante una de esas tantas situaciones de la vida en que es fácil hablar y juzgar, pero difícil
entender y aceptar”

Por Albam Brenes Chacón (*)

Desde hace casi 50 años he sido escuchador profesional de historias de vida. Historias de personas que sufren, se preocupan, se angustian, se enojan o se burlan por lo que sucede en su vida. Y aun así luchan por seguir teniendo razones para vivir, quizás porque esa extraña fuerza conocida como instinto o pulsión de supervivencia” (o “eros”) los impulsa a actuar de esa manera.

Esta clase de historias suelen ser celebradas y usadas como ejemplo. Se convierten en un canto, en un homenaje a la vida. Porque se las ve como personas que luchan con todas sus fuerzas y su dignidad para preservar ese bien tan valioso que se les otorgó, aunque solo fuera en calidad de préstamo indefinido.

​Pero también he tenido muchas oportunidades de conocer historias donde lo que prima es lo contrario: un instinto o pulsión de muerte (o “tanatos”). Es el que manifiestan aquellas personas que dedican bastante tiempo de su vida a pensar en lo que sucedería si abandonaran definitivamente el mundo de los vivos; si les llegara el momento de devolver ese bien que se les prestó en el momento de nacer. Y más aun, si eso sucediera porque con toda lucidez han tomado la decisión personal de suicidarse, de acabar con su propia vida.

​Por supuesto, de inmediato mucha gente diría que una decisión de esa naturaleza jamás puede tener lucidez, y acudiría a determinados postulados de la filosofía, la psicología, la fe religiosa, la historia o las mismas leyes para apoyar su argumentación. Buscarían epítetos de toda clase para calificar a los suicidas como inestables, defectuosos, locos, desquiciados, resentidos, cobardes, fanáticos, deprimidos, u otros términos iguales o peores. 

No  obstante, me parece que la verdad es que estamos ante una de esas tantas situaciones de la vida en que es fácil hablar y juzgar, pero difícil entender y aceptar. Una de esos momentos en que se aplica aquello de que: “una cosa es escuchar la música y otra bailarla… y bailarla bien”. 

¿Un acto censurable o de justicia?

​Por ejemplo, pensemos en la persona cuyos exámenes médicos comprobaron que tenía una enfermedad terminal fulminante, y ante eso decidió acabar con su vida de una vez, reduciendo así su propio sufrimiento y el de sus allegados. La manera de acabar su vida en realidad no importa: podría ser un balazo, un veneno o la supresión de ciertos medicamentos que lo mantenían vivo. Y lo podría haber hecho por sí mismo, o con la ayuda de alguien que trabaja en un lugar donde esté legalizada la eutanasia y que le administró lo necesario, o alguien que lo hizo exponiéndose a que le acusen de…  ¿asesinar a un suicida?

​O pensemos en la persona que acepta realizar una actividad o acción de alto riesgo para la vida, aunque se tomen todas las previsiones y cuidados del caso. Puede ser el soldado que sacrifica su vida para cumplir la misión encomendada, lo cual se supone que redundará en salvar otras vidas. Como el Juan Santamaría de nuestra historia patria, que corrió con su antorcha a quemar el cuartel enemigo, a sabiendas de que muy posiblemente moriría en el intento, como en efecto ocurrió. ¿Un héroe militar, un suicida, o un héroe-suicida?

“¿Quién puede decidir cuáles suicidios deben ocultarse y cuáles más bien podrían difundirse como ejemplos?”

Albam Brenes Chacón, psicólogo

​O en el científico que decide convertirse en conejillo de indias de su propio experimento, sea cual sea, y acaba con su vida. Había trabajado por años en ese experimento, hasta un grado de obsesión o fanatismo, y en sus pruebas había sacrificado la vida de diversas especies animales. Tras haber alcanzado la “fórmula suprema” que funcionaba a la perfección con sus cobayes, decide no arriesgar la vida de ningún humano más que la propia, pensando en el bienestar superior de la especie. ¿Un suicida loco o un héroe de la ciencia?

​O en la mujer regularmente agredida por su pareja, que decide enfrentarlo cuerpo a cuerpo a sabiendas de que quizás será el último enfrentamiento, pues su oponente casi la duplica en tamaño y en furia. Aunque sea un acto desesperado, en el fondo sabe que también es un acto suicida, que acabará su sufrimiento de una vez por todas, y un acto de justicia que llegará cuando al agresor lo acusen de su asesinato. ¿Un censurable suicidio, o un acto de hacer justicia con sus manos?

​O el progenitor que, en un accidente o una enfermedad, arriesga claramente su vida para salvar la de un hijo. Esa persona pone su cuerpo a recibir el impacto que hubiera recibido el hijo, y entrega su vida a cambio. O le dona un órgano a ese hijo, a sabiendas de que sin el órgano donado le quedará poco tiempo de vida. ¿Suicidio absurdo o acto supremo de amor?

Suicidas “más corrientes”

​O la persona que acepta un trabajo indeseable -supongamos- por peligroso o insalubre, que se sabe que acortará sensiblemente su esperanza de vida. Pero es un empleo que le permitirá ganar lo suficiente para dejar asegurados a todos sus dependientes, aunque tal vez no llegué a verlo porque difícilmente vivirá más allá de los 45 años de edad. ¿Será este un suicidio “programado”?

​Por supuesto, también tenemos algunos suicidas más “corrientes”, que suelen ser objeto de críticas más acendradas, y eventualmente avergüenzan a sus allegados más cercanos. Como aquella persona que con toda intención buscó la muerte tomando un veneno, lanzándose de un puente o edificio, hiriéndose gravemente con alguna arma de fuego o punzocortante o cosas por el estilo.  Y para peor de males, lo hizo por razones discutibles a criterio de muchas personas: un desengaño amoroso, un delito cometido que le costaría la cárcel y el escarnio, una adicción incontrolable claramente destinada a provocarle la muerte, una imprudencia cometida para ganar fama o admiración, etc. ¿Deberíamos considerarlos “suicidas inferiores” comparados con los demás casos antes ejemplificados?

​El problema es cómo determinar quién tiene la prerrogativa de hacer diferencias entre uno de estos casos “corrientes”, y el del soldado, el científico, el paciente terminal o el padre de familia que hemos citado? ¿Quién puede decidir cuáles suicidios deben ocultarse y cuáles más bien podrían difundirse como ejemplos? ¿Los líderes religiosos de alguna iglesia, los académicos de alguna universidad, los dirigentes de organizaciones de trabajadores, los representantes del Parlamento Europeo o de Naciones Unidas? ¿O los mismos suicidas en su próxima vida, o después de su resurrección, si es que eso forma parte de sus creencias? 

​¡Por favor, seamos serios, “no confundamos la gordura con la hinchazón”! Podríamos acabar mitificando o enredando el concepto de suicidio, al darle carácter público a un acto de que a todas luces es absolutamente privado. Aunque solo fuera por el hecho de que si hacer una vida es un acto privado, también lo debería ser el deshacerla. O el hecho de que si nadie nos cuestiona cuándo quisiéramos venir al mundo, igual nadie debería cuestionarnos cuándo  quisiéramos abandonarlo.

(*) Dr. Albam Brenes Chacón. Psicólogo Clínico Pensionado. Costa Rica.