Se refunfuña en automático. Se reniega de manera mecánica. Se gruñe espontáneamente. Y, lo peor, no se construye nada.

Si hay una característica por la que voy a recordar siempre a Janka, una personaje de la novela La Pelikan de oro, del escritor polaco Stefan Chwin (1949), es por su hábito de quejarse de absolutamente TODO lo que hacía su esposo Jakub.

No había manera de que su compañero quedara bien con ella. TODO cuanto él hacía la molestaba, irritaba, sacaba de sus casillas.

Ella se la pasaba criticándolo TODO el tiempo. Era experta en señalarle sus errores, bajarle el piso a cada instante, hacerlo sentirse culpable.

Janka se quejaba reiteradamente de los nudos de corbata que hacía Jakub, las arrugas de su camisa, lo holgado de su chaqueta.

“¿Cuándo aprenderás a guardar las cosas en su sitio?… ¿Por qué me haces esto?… ¿Eres capaz de comprenderlo?”, eran preguntas que formaban parte del estribillo cotidiano.

Sí, Jakub escuchaba a diario reproches sobre las cortaduras que se hacía en el rostro al afeitarse, el hecho de que no se abrochara el abrigo y la discreta cantidad de dinero que ganaba como profesor universitario.

“Una vez que él estaba a punto de cambiar de trabajo, ella le montó una escena, diciendo que era uno de sus caprichos. Cuando optó por quedarse en la universidad, le criticó la falta de ambiciones”, dice en la página 172 de este libro publicado por la casa editorial española Acantilado.

Y bueno, como era de esperar, llegó el día en que Jakub le pidió a Janka la separación y el divorcio. Se cansó de la quejadera.

Janka encarna el superávit en materia de críticas y el déficit en el campo de las propuestas o el de enrollarse las mangas para ayudar.

Quejarse es un derecho, pero la quejadera es un abuso; lo primero es esporádico, en tanto que lo segundo es constante. Me gusta la gente que se queja, porque hace valer sus derechos; pero me cansa la que es adicta a la quejadera, porque no aporta nada constructivo.

Tengo la impresión de que si existiera un instrumento para medir el nivel de quejadera de la población costarricense, este mostraría importantes incrementos en la temperatura plañidera de nuestro país.

Con las excepciones del caso, que siempre las hay, se gimotea en exceso en las redes sociales (¡no se queda bien con nada!). Se gime demasiado en los medios de comunicación (¡todo está mal!). Se lloriquea en las tertulias (¡el panorama es cien por ciento sombrío!).

Se refunfuña en automático. Se reniega de manera mecánica. Se gruñe espontáneamente. Se murmura de forma instintiva.

Por épocas se pone de moda despotricar contra TODO: planes, acciones, medidas, soluciones, alternativas, ideas, cambios, novedades, ofrecimientos, mociones, promesas, pretensiones, intenciones, etécetera, etécetera, etécetera.

En ocasiones, o por temporadas, abunda el espíritu de Janka: superávit en materia de críticas, pero déficit en el campo de las propuestas, la acción de enrollarse las mangas para ayudar y sumar.

Me siento más a gusto con el malestar, pues al menos este propicia cambios de alguna u otra manera, mientras que a la quejadera no le veo interés en las transformaciones. Don Quijote de la Mancha encarna el malestar productivo; Janka, la quejadera estéril.

¿Qué tal si trocamos la quejadera por la quijotada? Costa Rica saldría ganando.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista
Asesor en comunicación