En aras de la recuperación del “paraíso perdido” se descarga la hostilidad en aquellos que no forman parte de mi círculo, asumiendo mi diferencia como justificante de esta conducta, dando rienda suelta a la guerra de “todos contra todos”

Por Laura González (*)

“De este mundo no podemos caernos.” (Freud, 1930)

El enojo es un estado emocional que varía en intensidad desde una irritación leve hasta una furia intensa. En este disfrazamos nuestras verdaderas emociones: dolor, angustia, temor, y es direccionado hacia nuestras relaciones interpersonales, afectándolas severamente.

El psicoanálisis propone que el enojo es parte estructural de todo sujeto desde su niñez. Basta con observar a los niños pequeños arrancar las cabezas de sus juguetes y poner a luchar un objeto contra otro, desembocando en una ganancia final de placer. Así el juego se convierte en una representación escénica y elaboración anímica de lo que en el sujeto resulta displacentero.

Por lo tanto, podríamos definir el enojo como una manifestación pulsional que nos acompaña desde que se es un cachorro humano. Siendo este la reacción ante la decepción de lo que se espera y la respuesta que se obtiene.

El psiquiatra y psicoanalista francés Jacques Lacan, en el Seminario “El deseo y su interpretación” (1959), lo explica como ese momento cuando nos damos cuenta, de golpe, que “la clavija no encaja en el agujero”. Aquello que llega de sopetón, que no encaja, que provoca un desgarro, un temor narcisista ligado a la pulsión de muerte como destructividad intrínseca en todo sujeto.

Esa tensión subjetiva queda ubicada en la relación del yo con el semejante, poniendo en escena aquello que resulta displacentero en el sujeto y su ligazón con la cultura.

Esa pulsión de muerte actúa como ese inquilino silencioso al interior del sujeto, persiguiendo su desintegración u orientándose hacia el mundo exterior como impulso de agresión. De ahí la relación entre la agresividad con la neurosis moderna y el malestar en la civilización.

Freud nos dice en El malestar en la cultura (1930) que “El ser humano no es un ser amable, manso, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo es una tentación para satisfacer en él la agresión…

¿Qué es eso que nos habita? El sujeto debe defenderse a sí mismo de la fantasía de un mundo libre, ya que la “felicidad” es cada vez más inalcanzable. ¿Cuánta resignación y adaptación puede soportar la humanidad sin explotar?

Si la agresividad es constitutiva del sujeto y del lazo social, ambas atañen a las problemáticas en el campo de la salud, la ciencia, la educación, el ámbito laboral o la escasez del mismo, en donde la violencia aumenta cada día dificultando cada vez más al sujeto para hacerse oír, impidiéndoles reconocerse en su demanda y, como resultado final, alienándole.

El paraíso perdido

Bajo esta propuesta social, cobra sentido el síntoma de la agresividad, convirtiéndose esta en la voz del malestar.

La angustia aumenta ante la imposibilidad de decir, ante el peligro del borramiento subjetivo, ante la imposibilidad de quedar expuesto a una mercancía para suturar; en medio de la cultura, las relaciones humanas entre sí, la relación del hombre con las instituciones, la política, el desempleo y en la actualidad, la pandemia.

Así la cultura se convierte en uno de los destinos más importantes de la angustia, manifestándose en el proceso colectivo, como enojo. Bajo este escenario nos vemos envueltos en una aporía social insuperable.

En tanto las necesidades básicas sigan siendo inhibidas, estas continuarán siendo dirigidas hacia otros sectores: la cultura, el prójimo, el propio cuerpo; convirtiendo a cada sector urbano en un factor decisivo para la patología colectiva.

En aras de la recuperación del “paraíso perdido” se descarga la hostilidad en aquellos que no forman parte de mi círculo, asumiendo mi diferencia como justificante de esta conducta, dando rienda suelta a la guerra de “todos contra todos”: comunismo contra democracia, ateísmo contra cristianismo, vegetarianos contra carnívoros, baby boomers, millenials, feministas, veganos, ambientalistas, “gluten free”; dejándonos inmersos en el narcisismo de la pequeña diferencia.

“La ansiedad, manifestada en forma colectiva como enojo, es ese grito desesperado de aquello que se supone oculto y queda develado sin posibilidad de reconocimiento, haciendo emerger la angustia ante lo siniestro y lo ominoso”.

Laura González, psicoanalista

Algunas de ellas, luchas y divisiones sociales muy válidas, pero como diría Freud, “este afán cultural no ha traído gran cosa hasta el momento” como respuesta a la agresividad, mas bien ha alimentado la misma en una lucha sin fin.

Y a todo lo anterior debemos añadir la Covid-19, esa usurpadora casi alienígena que vino a invadir nuestro planeta en forma repentina. Este “bicho” invisible nos inunda con prácticas de purificación, ritual de lavado de manos, limpieza de zapatos antes de entrar a cualquier sitio, distanciamiento social y, por supuesto, no puede faltar el uso del tapabocas.

Hago la salvedad de que me abstendré de comentar si esto es necesario o no, para evitar la extinción de la humanidad; eso le corresponde al discurso médico.

Mi intención es construir una propuesta que va más allá de la Salud Pública, ya que la Covid-19 ha trascendido a la esfera de la Salud Mental, el Desarrollo Social y Económico, asuntos de igual importancia, muy olvidados dentro de los estratos políticos.

Así, la ansiedad, manifestada en forma colectiva como enojo, es ese grito desesperado de aquello que se supone oculto y queda develado sin posibilidad de reconocimiento, haciendo emerger la angustia ante lo siniestro y lo ominoso.

Herida narcisista

La ausencia de garantía de salud, seguridad, libertad, deja al sujeto en estado de desamparo frente a una presencia invisible que aparece súbitamente. Es decir, nos damos cuenta de golpe que las clavijas no caben en los pequeños agujeritos y aquello que ya sabíamos, pero estaba oculto, nos es develado abruptamente.

La Covid-19 provoca una herida narcisista, golpea la soberbia humana y su ilusión de creerse el dueño de sí mismo y amo del mundo, develando así aquello que ya sabemos: nuestra fragilidad como cualquier otra criatura del universo, expuestos a una realidad que nos desborda al ser golpeados por catástrofes naturales, pestes, hambre y desempleo.

Creímos haber alcanzado un grado de conocimiento muy elevado, idealizando la ciencia y otorgándole una lugar de poder, controlando la naturaleza a nuestro antojo y sometiendo a los pueblos a nuestra conveniencia. Así el “bicho invisible” nos hace ver aquello que estaba velado, sin poder reducir semejante herida, a una simple cortadita.

Frente al derrumbe de los muros de lo simbólico añadimos el #Quedateencasa, quedando confinados a “casa por cárcel”, oscilando entre el aventurado riesgo de salir o el encierro.

A su vez, el uso del “tapaboca” para tapar lo que está descubierto y que fue diseñado para estar abierto, ese ocultamiento que censura la palabra dicha y la libertad de expresión; ese artefacto obligatorio que coarta la entrada fluida de oxígeno al organismo.

“Me resulta indignante ante el sufrimiento mundial, cómo este quiere ser minimizado por la industria de la moda lanzando al mercado “cubrebocas” marca Gucci y Louis Vutton”.

Laura González, psicoanalista

Hace pocos meses en Minneapolis, Estados Unidos, escuchamos la frase célebre utilizada en todas las protestas: “no puedo respirar”. El video se hizo viral en todas las redes sociales y noticieros, provocando indignación colectiva.

Esta frase se vincula con la Covid-19 y el uso constante del tapabocas, pero también con esa expresión humana frente al “no me esperaba esto”, frente a lo manifiesto en el Ataque de Pánico, la amenaza de muerte y la desesperanza.

Me resulta indignante ante el sufrimiento mundial, cómo este quiere ser minimizado por la industria de la moda lanzando al mercado “cubrebocas” marca Gucci y Louis Vutton, tratando de disfrazar este artículo de uso profiláctico en un objeto decorativo que haga juego con mi vestimenta diaria.

Esto me recuerda la famosa pieza cinematográfica La Vita e Bella, en donde este hombre construye una elaborada fantasía para proteger a su hijo de los horrores del campo de concentración nazi. Cubrir es ocultar una cosa con otra, es querer disimular una cosa con arte, como si pudiera taparse en sol con un dedo.

Así la masa grita “sálvese quien pueda”, tratando de encontrar ese equilibrio mental mientras queda a la espera de ese héroe que derrote las fuerzas de la oscuridad y la presencia del mal.

Amar al prójimo

Por todo lo mencionado anteriormente, ese matiz esquizoparanoide y altamente angustiante que se percibe en el ambiente, enoja, y mucho.

Es entonces el enojo esa manifestación colectiva al perder la libertad sobre el cuerpo, al perder bienes materiales que construyeron identidad, al despido o la disminución de jornada laboral.

Sin embargo, La Palabra, como representante de lo ausente, sobrevive a la pérdida, dejando huella en el cuerpo, humanizándolo, haciéndole emerger y existir. Es decir, una cosa es el uso del tapabocas y otra llevar una mordaza.

Entonces, en medio de este imperativo en nuestra civilización, ¿a dónde alojamos al sujeto?

Como ya habíamos indicado, en El Malestar en la Cultura, Freud menciona la inclinación de los seres humanos de agredirse unos a otros; pero también menciona un interés particular por el mandamiento “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El imperativo tendiente al amor regula las relaciones entre unos y otros, equilibrando la inclinación a la agresión.

Posteriormente, Lacan plantea una lectura diferente del mandamiento; ya no se trataría de una relación narcisista entre el yo y su imagen, sino de una relación entre uno y el otro. Además, el amor se dirige a aquel que creemos que conoce nuestra verdad y nos ayuda a soportarla.

Por otro lado, el filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard plantea que El No-Amable deviene Amable al Amarlo. Quisiera rescatar que al Amar al prójimo como a mí mismo, elevo al Prójimo al estatus de Semejante, incomparable con el amor a los objetos de este mundo. Bajo este principio, Amar implica sujetivizar.

Nuestra “civilización” comanda al sujeto y lo empuja al exceso en el consumo, la droga, la comunicación, la tecnología y la farmacología.

Esa ceguera científica le obliga a construir nuevas defensas para no ser objetivizado, una de ellas es la angustia y el temor disfrazados en manifestaciones de enojo.

Entonces, si el amor es el imperativo que regula las relaciones entre unos y otros, equilibrando la inclinación a la agresión, podríamos no reproducir la sordera cultural ante el “querer decir”.

Debemos escuchar más allá del enunciado, darle espacio al cuerpo más allá del órgano, negarnos a renunciar al sentido como lo hace la ciencia moderna, ya que renunciar al sentido es renunciar al sujeto, negándole un lugar donde alojarse.

(*) Laura González es psicoanalista y asesora. Cuenta con MSC en Clínica Psicoanalítica, 25 años de experiencia en Atención Clínica y Asesorías en Instituciones Públicas y Privadas. Múltiples entrevistas en medios televisivos y radiales, Profesora Universitaria.