Decidí decirle adiós a objetos que me gustan mucho, pero me roban espacio y energía que puedo invertir en eso que llamamos vida

Cada vez que me paso de casa adquiero mayor conciencia sobre los muchos objetos, artículos y pertenencias que NO necesito para vivir.

Me desprendí de muchos de ellos cuando me trasladé de Colima de Tibás a El Carmen de Guadalupe. Lo mismo hice al cambiar mi domicilio a Jardines de Moravia. Y repliqué la experiencia en los días previos al pasado sábado 11 de setiembre, día en que me mudé a cien metros de Plaza Lincoln, en San Vicente de Moravia.

En las primeras dos ocasiones me deshice de adornos para los que ya no tenía espacio, discos que hacía rato no escuchaba, jarras que no me hacían falta, ollas que nunca usé, picheles que no sé porqué guardaba, electrodomésticos en buen estado pero rara vez utilizados, juegos de mesa que habían caído en el olvido, mochilas que me sobraban, muebles que me estorbaban, papeles que archivaba por alguna oculta razón y otros etcéteras que forman parte del pésimo hábito de acumular chunches.

Sin embargo, en el más reciente de los traslados aligeré aún más la carga. Le dije adiós a una impresora que ya no usaba en aras de ahorrar dinero en tintas y contribuir con la reducción del consumo de papel (¡más árboles, menos hojas!), una whiskera que me quitaba espacio en la cocina, cientos de discos compactos y películas que dormían el sueño de los justos en cajas de cartón, bolas de fútbol que nunca hicieron el milagro de convertirme en una versión tica de Messi y una hamaca montada en una estructura de metal.

Agrego a esa lista, ropa, zapatos, gorras, sombreros, lámparas de escritorio, relojes de pulsera, extensiones eléctricas, estuches… (Dios mío, ¿en qué momento nos llenamos de tantas cosas que realmente NO necesitamos?).

Me costó, pero lo hice, regalar mis cañas y artículos de pesca; le vendí una cámara fotográfica a un amigo y le regalé otra a un hermano; le heredé a mi madre dos escaños de madera para sus plantas; vendí un futbolín, obsequié un árbol de Navidad con todo y luces, y boté un buen poco de revistas que hacía años no leía ni repasaba (eso sí, me dejé tres ejemplares de Vuelta, la publicación que el poeta mexicano Octavio Paz, Nobel de Literatura 1990, fundó en 1976).

De repente me veo como un quijote que lucha contra los molinos de viento del materialismo y los gigantes del consumismo irracional.

Sí, tomé la firme decisión de viajar más ligero por esta vida que de por sí es frágil y fugaz (la pandemia me ha enseñado que siempre hay que andar con el pasaporte existencial en el bolsillo).

Prueba de mi compromiso serio con este cambio es el hecho de que de cara a la más fresca de mis mudanzas me despedí de una considerable cantidad de libros (el objeto que más aprecio).

Le doné una docena de cajas con textos a la Biblioteca Pública de Heredia; seis a un programa tendiente a fomentar la lectura en Tilarán, Guanacaste; tres a una iniciativa para llevarle libros a los niños de Talamanca, Limón; le vendí unos mil a un negocio de libros usados, y regalé unos cuantos.

Y sigo adelante con el proceso, buscando más oportunidades para reducir en aras de invertir espacios y energías no en objetos, sino en actividades que enriquecen y le dan sentido a la existencia.

Tantas pertenencias me han hecho sentir como Lemuel Gulliver, el célebre personaje del escritor irlandés Jonathan Swift (1667-1745), a quien los pequeños habitantes de Liliput ataron al suelo con estacas. ¡Las pertenencias, sean grandes o pequeñas, nos amarran e inmovilizan!

Por eso tomé la determinación de invertir gran parte de mi esfuerzo por independizarme de la enfermiza dependencia material en el año del Bicentenario.

De repente me veo como un quijote que lucha contra los molinos de viento del materialismo y los gigantes del consumismo irracional. La Covid-19 me vacunó contra el virus de la acumulación; no es el único efecto positivo de esta difícil experiencia, pero sí uno muy importante para mí.

Voy poco a poco, pero avanzo con constancia y sintiéndome más liviano. Cada vez que me desprendo de algún objeto, siento alivio en mi espalda. Es una experiencia sumamente gratificante.

Algún día, quizá, mi vida quepa en un bolsillo. Después de todo, lo que realmente vale es lo vivido, gozado y compartido.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector de El Financiero
Consultor en Comunicación