Una lectura marítima del discurso coloquial que pronunció el Mandatario el viernes pasado

Llama la atención el hecho de que el presidente de la República, Carlos Alvarado Quesada, haya utilizado de manera enfática un término de origen naval, “carajo”, en el discurso que pronunció el viernes pasado a pocos metros del mar: Caldera, Puntarenas.

“Si no le damos estabilidad a la economía, todo se va al carajo”, advirtió el Gobernante al referirse a la urgencia de estabilizar las finanzas públicas de Costa Rica mediante el proyecto de empleo público y cinco planes sobre nuevos ingresos negociados con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

¿Qué significa esa expresión?

Lo primero que hay que explicar es que esa manifestación tan particular, que se usaba mucho en la Costa Rica de antaño, proviene del antiguo entorno marítimo.

El carajo era la canasta ubicada en la parte alta del palo mayor de los antiguos navíos de vela, la cual servía como atalaya para vigilar lo que ocurría en el mar.

¿Y a quién le correspondía mantenerse en ese puesto en el que había que soportar frío, lluvias, fuertes vientos y mareos? Ni más ni menos que al marinero que incurría en una falta grave.

“Váyase al carajo” equivalía a irse a pasarla mal, sufrir, penar, padecer, resistir, soportar sin derecho a quejarse ni lamentarse pues bien merecido se tenía el castigo.

El tripulante castigado había recibido suficientes advertencias y avisos, por lo que tenía las reglas lo suficientemente claras como para aducir que no sabía a lo que se estaba exponiendo.

Así las cosas, podemos pensar que lo que el actual capitán de este barco llamado Costa Rica quiso decir el 16 de abril anterior es que si no nos apresuramos a reparar en serio los huecos del casco fiscal que está haciendo aguas en la economía, la embarcación se va hundir pues no habrá suficiente dinero para mantenerla a flote en materia de salud, educación, seguridad, justicia, infraestructura, vivienda y otros programas vitales para la calidad de vida de la población y la competitividad y desarrollo del país.

El alto riesgo de naufragio se debe a que diversos gobiernos no han hundido los remos del ahorro y la eficiencia en el gasto estatal con la fuerza, determinación y profundidad que se requería. Nos hemos conformado, como dice el economista Eduardo Lizano, con el “nadadito de perro”.

La figura náutica utilizada por el Mandatario invita a imaginar diversas escenas.

Por ejemplo, un mar infestado por los voraces tiburones de la inflación, el desempleo, las tasas de interés, la pobreza (y el consiguiente aumento de la violencia), la devaluación y otros escualos que nos causaron heridas profundas y nos desangraron durante la administración Carazo Odio (1978-1982), cuando el gobierno rompió relaciones con el FMI y nos condujo a corrientes y mareas aún más procelosas.

A lo anterior hay que sumar los problemas que la tormenta del Covid-19 ha agravado en la proa del dinamismo económico y en la popa de la reactivación. Imposible pasar por alto las graves abolladuras que se observan a babor y estribor. Ante este panorama no hay ancla capaz de sujetar al barco y darle estabilidad en medio del vaivén del déficit fiscal.

Tan crítica es la situación que no resulta exagerada una comparación con el Titanic… solo que en nuestro caso las advertencias de peligro -pronunciadas desde diversos carajos- se han hecho durante años; además, el enorme témpano que amenaza con hundirnos no es de hielo, sino de un desmesurado y alegre gasto estatal que no se ha ordenado y que puede enviarnos tan profundo como los 3.800 metros a que descansa el famoso trasatlántico inglés de la White Star Line.

Aún así, hay grupos y sectores que se resisten a entender que llevar el navío a buen puerto es una tarea de TODOS y que los costos de la profunda reparación en el astillero de los sacrificios deben ser asumidos por TODOS. ¡Me parece mentira que haya quienes se aferren a seguir viajando en “primera clase” en una embarcación llena de parches y remiendos que no aguantan más presiones! ¿No les da vergüenza?

No se trata en este caso de arrojar al Estado al agua, como hicieron los antiguos con el profeta Jonás cuando el barco en que viajaban hacia Tarsis estaba a punto de zozobrar, pero sí de ponerlo en forma, meterlo en cintura, llamarlo al orden en aras de evitar el naufragio y que este país se transforme en un Robinson Crusoe rodeado de caníbales.

¿Por qué nos cuesta tanto ver y aceptar el peligro? ¿Por qué le damos más crédito a los cantos de sirena que a las voces serias? ¿Por qué jugarnos el chance de irnos otra vez al carajo casi cuarenta años después de la última vez que estuvimos en esa canasta soportando frío, lluvias, fuertes vientos y mareos?

¿De veras queremos irnos al Carazo, digo, al carajo?

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista independiente