Tengo una amiga que en toda actividad con sus hijos incorpora siempre a la hija de la muchacha que trabaja en su hogar.

Esa niña come, juega, pasea, dibuja, duerme, estudia, saborea helados y ve televisión con los tres pequeños de la casa.

¿Que la familia va al cine? La chiquita también aplaude a los héroes infantiles y come palomitas.

¿Que la familia va a comer hamburguesas? La chiquita también se embarra los dedos con salsa de tomate.

¿Que la familia va a dar una vuelta en carro por el barrio para ver la decoración navideña? La chiquita forma parte del grupo que celebra al ver colachos, renos, muñecos de nieve, coronas y árboles con juegos de luces y bombas.

Esa niña se siente integrada, parte del hogar, miembro del clan. ¡Incluso pelea y hace berrinche cuando intentan quitarle un juguete del que se siente tan propietaria como su verdadero dueño!

No es que se la toma en cuenta, sino que se la incorpora; tampoco que ocasionalmente se le permite participar, sino que se la enrola activamente, y mucho menos que se le permite el acceso a ciertos beneficios privados, sino que se la hermana.

Cuando se aproxima el inicio de un nuevo curso lectivo, también hay útiles y uniformes apara ella.

Esta niña conoce el auténtico significado de la palabra confraternizar. Algún día tendrá claro que la vida le permitió vivir, experimentar, el sentido de los vocablos bondad, generosidad, solidaridad.

A eso me refiero con el título de esta nota: “El otro niño, la otra niña”, a esos pequeños que no forman parte natural u original de nuestro entorno familiar pero los tratamos como si formaran parte del hogar; algo así como si en el establo de Belén hubiera habido espacio, alimento, abrigo y ternura no solo para Jesús, sino también para otros niños, otras niñas.

Soy hijo de un hombre y sobrino de tres mujeres que en un momento difícil de la vida tuvieron la dicha de ser acogidos en el hogar de una adulta soltera (“abuela Tillita”, “Cocora”) que les proveyó amor, techo, abrigo, sustento, ropa, educación, salud, valores, y eso marcó una notable y positiva diferencia.

Tuve un suegro que de niño veía a su madre planchar cada día ropa ajena con una plancha de carbón, un trabajo del que dependía que hubiera pan en la mesa. Aquel carajillo pícaro e inquieto estrenaba zapatos, uniforme y útiles escolares cada año gracias a la generosidad del papá médico de uno de sus compañeros.

El otro niño, la otra niña… siempre hay tiempo para pensar en ellos, integrarlos, dejar huella.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector de El Financiero
Consultor en Comunicación