El niño que se transformó en LeBron James
Comparto, en la víspera del Día del Niño, una historia real que me sacó de la rutina, dibujó una sonrisa y me dejó pensando…
José David Guevara Muñoz
En un abrir y cerrar de ojos, el centro comercial se convirtió en un enorme y atiborrado gimnasio; los pasillos, en una reluciente cancha de básquetbol; el basurero de una cafetería, en un aro sediento de hundimientos, y un vaso de cartón, en un balón Wilson, Spalding, Champion o alguna otra marca.
Sin embargo, el cambio principal tuvo lugar en un niño de unos diez años de edad, quien de repente se transformó en ese gigante de 2,06 metros que juega baloncesto con Los Angeles Lakers, de la NBA: LeBron James.
En efecto, el uniforme escolar desapareció como por arte de magia y dio lugar a una indumentaria púpura y oro, y con el número 6.
Sucedió el pasado martes 5 de setiembre por la tarde. Fui testigo de ese momento mágico mientras leía el libro Confesiones de un chef, escrito por Anthony Bourdain, y disfrutaba un café en el local de Starbucks en Lincoln Plaza, Moravia.
El niño de esta historia acababa de estar en la mesa que yo ocupaba. “Señor, ¿puedo sentarme con usted un rato?”, me preguntó. “Claro que sí”, respondí. Fue así como lo vi en compañía del vaso de cartón que pocos minutos después se convertiría en un balón.
“Muchas gracias, señor”, dijo y se marchó con el vaso en una de sus manos. “Con mucho gusto, que le vaya bien”.
Seguí leyendo ese apasionante libro en el que Bourdain aparece en la portada sosteniendo a un hermoso gallo blanco con cresta y barbillas rojo intenso. En una pausa que hice para tomar otro sorbo de café, vi nuevamente al niño ya transformado en LeBron James.

Corría por el pasillo de la tienda Pandora, en dirección oeste-este, zigzagueando, haciendo regates y amagues, imaginando que el vaso de cartón que llevaba en la mano era la bola con la que habría de marcar dos o tres puntos en su próximo remate.
No me quedó más que cerrar el libro momentáneamente para beberme aquella mágica y sorpresiva escena.
El Lebron James de unos diez años (el real tiene 38) avanzó rumbo hacia Starbucks con movimientos que hacían lucir su cuerpo como el blanco de una serie de descargas eléctricas, eludió a los clientes que salían o ingresaban al local, atravesó la puerta, llegó hasta un basurero metálico, color negro, levantó los brazos y simuló que hundía la bola de cartón en un aro.
La función no terminó allí…
LeBron salió del local alzando ambos brazos en dirección a una tribuna enloquecida por la maravillosa jugada que acababa de ejecutar. Al pasar junto a mi mesa, lo escuché decir, ahora como locutor deportivo, “¡LeBron, sos grande, Lebron, el mejor! ¡Qué canasta, por Dios!”
Unos cuantos segundos después, perdí de vista a aquel niño que me recordó la importancia y necesidad de recuperar la fantasía, abrirle espacio a la imaginación, aderezar con una pizca de locura espontánea los pequeños actos que realizamos cada día; por ejemplo, desechar un vaso de cartón en el basurero.
No sé cómo se llama el Lebron James tico que conocí el martes anterior, pero deseo que disfrute de un mágico Día del Niño y que lejos de enjaular al hermoso pájaro de la fantasía, le permita siempre volar en libertad.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente