Una serie de 39 imágenes captadas en las antiguas instalaciones del Sanatorio Durán, por un fotoperiodista, da pie para publicar un relato escrito por un destacado cardiólogo que trabajó en ese lugar y que revela avances importantes en el desarrollo de la medicina costarricense

Fotos: Marco Monge
Texto: Dr. Oscar Fernando Tristán Castro (1918-2004)

Hace más de 40 años comenzamos a pensar en la creación de una unidad de función cardiopulmonar, allá en las altas faldas de Irazú, en donde estaba situado el sanatorio para tubercolosos que llevaba el nombre del doctor Carlos Durán.

Con el descubrimiento de drogas bastante efectivas para tratar a esos pacientes fue posible practicar, con menor riesgo, diversas técnicas quirúrgicas tendientes a eliminar daños residuales.

Los cirujanos, sin embargo, encontraban difícil evaluar algunos de los casos, de adultos y de niños, desde el punto de vista funcional previamente a la operación.

Quienes nos dedicábamos al aspecto médico tuvimos entonces que tratar de resolver el problema.

Durante varios años hubo viajes a centros apropiados, mucho estudio para el aprendizaje de métodos de investigación adecuados a nuestro propósito y, finalmente, la escogencia del equipo básico necesario. Esto último con el donativo de alguien que fácilmente podía hacerlo y quiso ayudar.

Cuando el nuevo hospital especializado en tuberculosis se abrió en San José, ya logramos montar el servicio de función cardiopulmonar con personal bien adiestrado y, para aquella, época, con buen instrumental.

Durante varios años esta unidad sirvió para estudiar mejor a los pacientes, en general, desde el punto de vista cardiovascular y pulmonar. Dichosamente, acciones preventivas, incremento del nivel socioeconómico y uso apropiado de los diversos medicamentos antitubersulosos, hicieron que disminuyera notablemente la necesidad de cirugía.

Como una de las pruebas que ofrecía nuestro servicio consistía en varias modalidades de cateterismo cardíaco, un estimado colega, el más hiperactivo que he conocido hasta la fecha, llamado Roberto Ortiz Brenes, no recuerdo de cuántos ni de cuáles medios de valió para finalmente inducirme a practicar cateterismos en niños con cardiopatías congénitas internados en la sección de pediatría del hospital San Juan de Dios. Y es que resulta sumamente difícil decirle que no al mencionado cirujano, por una sencilla razón: insiste , se le ocurre y llega una y más veces con nuevos argumentos, no pocos con cierto tinte de irrealidad, se enoja violentamente cuando le conviene, para después transformarse en una persona sonriente, desde luego utilitariamente persuasiva. En este talante continúa con sus temas hasta que, para no tener que escucharle otros más y más inesperados, lo único práctico es decirle que sí. Por lo demás dichosamente actúa de esa manera, pues siempre se sale con la auya y es como ha logrado ayudar tanto, en todo sentido, a lo que hoy día es el Hospital Nacional de Niños.

Pues comencé a trabajar como cardiólogo en la sección de pediatría del hospital San Juan de Dios, cuando el quehacer en el tuberculoso lo permitía. Me informaban de algún caso que debía estudiar, especialmente con cardiopatía congénita. Si después de un examen minucioso parecía apropiado para cirugía, le practicaba un cateterismo cardíaco. Con este propósito trasladábamos al pequeño paciente por entre el laberinto de jardines, morgue, otros edificios, portones y callejuelas, hasta el vecino hospital. teníamos lista la mesa de fluoroscopía y radiografía, el equipo hoy día ya totalmente descartado para gasometría en sangre, lo necesario para anestesia local y, cuando se trataba de criaturas mayorcitas, confites de varios sabores.

El personal estaba muy bien preparado. Enfermera, auxiliares de roentgenología y de laboratorio de análisis sanguíneos. Esto último, que hoy día se puede llevar a cabo en pocos minutos, tenía ocupada a una de nuestras asistentes durante toda una tarde. No contábamos aún con cine ni ecocardiógrafo para facilitar el estudio, así es que nos valíamos de la fluoroscopía y la radiografía, más análisis de gases en sangre únicamente.

A pesar de las limitaciones, obteníamos datos suficientemente significativos como para decidir el tipo de intervención quirúrgica. Una vez por semana llevábamos a cabo sesiones para estudiar los casos detalladamente. Estas reuniones se hacían en un galerón semiabierto, situado en la azotea del viejo edificio ocupado por la sección de pediatría, en el hospital San Juan de Dios.

Fue en esa época cuando tuve la oportunidad de llegar a conocer bien al compañero y gran amigo del cirujano hiperactivo. Se llamaba Rodrigo Loría Cortés, era tranquilo, reflexivo, de trato siempre agradable. Dos caracteres opuestos, teniendo ambos iguales nobles propósitos, se complementaban a la maravilla, tanto como el café y la leche. Esto lo supo aprovechar con magníficos resultados aquel excepcional ser humano que fue Carlos Sáenz Herrera, quien los nombró jefe de departamento, uno en el de medicina, el otro en el de cirugía. Luego, no recuerdo exactamente cuándo, comencé a trabajar ya nombrado como cardiólogo, en el nuevo hospital.

El edificio estaba casi concluido pero hacía falta equiparlo. Como no había un lugar apropiado en el San Juan de Dios para la consulta externa, el doctor Sáenz resolvió iniciar una en cardiología y otra en cirugía general en el recién construido edificio. Tal fue el germen del servicio de cardiología del actual Hospital Nacional de Niños. La mayoría de los pacientes que recibí sufrían de alguna cardiopatía congénita, o eran referidos de uno a otro lugar por “un soplo en el corazón”. En gran número de estos casos, el “soplo” no tenía la menor importancia, dichosamente. Con relativa frecuencia, sin embargo, llegaba alguna niñita ya preadolescente, con evidencia inequívoca de cardiopatía debida a fiebre reumática, algo rara vez visto actualmente debido al uso frecuente de antibióticos y a la mejora del nivel socioeconómico de la población.

Finalmente se iniciaron las labores en el actual hospital. En cuanto a la cardiología, se organizó el servicio con nuevo equipo y personal especializado.

Continué como médico cardiólogo, tratando con mis compañeros a pacientes internados, atendiendo la consulta externa y cuidando a los pequeños durante el período postoperatorio, de manera alternativa. A solicitud de Rodrigo Loría, daba cada año algunas lecciones de cardiología a estudiantes de medicina de la Universidad de Costa Rica.

Con los años, nuevas experiencias hicieron aún más vívidas las impresiones que por aquí y por allá había tenido al tratar niños. Una, especialmente conmovedora, el observar tantas veces el sonreír del infante enfermo. Desde la muequilla aparentemente sin sentido del recién nacido, hasta, en poco tiempo, la manifestación única en el ser humano, que involucra labios, ojos, brazos, piernecitas, y refleja la chispa luminosa de una conciencia que brota. Sonrisa expresiva que aparece con el menor estímulo cariñoso, aun cuando encubra a veces un daño orgánico mortal. Y otras, nuevas para mí, como el mínimo sonreír del niño o la niña ya mayor, durante el postoperatorio inmediato.

A los pacientes operados del corazón por lo general es necesario mantenerlos durante un corto período en una cámara especial con el fin de suministrarles oxígeno. Poco antes de la intervención yo les explicaba, en términos apropiados, lo que se llevaría a cabo y cómo, al despertar, se encontrarían dentro de tal aditamento. les aseguraba que estaría a su lado y que me podrían ver a través del material transparente del que estaba hecha la pequeña cámara. No una sino muchas veces, sentí profunda satisfacción al observar la ligera pero muy significativa sonrisa con que respondía a la mía el o la recién operada.

En otro ámbito totalmente diferente, pronto me fui dando cuenta del frecuente esfuerzo generoso y de deseo colmado de buena voluntad de muchas personas por ayudar en una u otra forma al hospital. Entre algunas de estas manifestaciones, no podría olvidar una que tuvo cierta inesperada relación con nuestro servicio. Unas gemelitas recién nacidas llegaron de emergencia a la sección de neonatología. Ambas con igual anomalía entre grandes vasos sanguíneos cerca del corazón, las dos con insuficiencia cardíaca. Logramos salvar a una, la otra murió. La que mejoró fue posteriormente sometida a una intervención quirúrgica, con lo cual se resolvió por completo su problema. Pero algo más, de gran valor para la institución, resultó de todos nuestros esfuerzos durante aquellos días.

La madre, ya más tranquila y feliz por haber sido salvada una de sus hijitas, habiendo tenido no pocas dificultades con la alimentación frecuente de su retoño, al igual que muchas otras madres, resolvió buscar una solución al problema y trabajó con entusiasmo en ese sentido. Tal fue el inicio de lo que hoy día es el Banco de Leche Materna del hospital.

Actualmente, la institución se encuentra en excelentes manos rectoras. En cuanto al servicio de cardiología, magníficos especialistas con el mejor equipo moderno están trabajando de manera óptima. Esto ha permitido notables logros en el campo médico y en el quirúrgico. En general, todo lo que se informa me hace creer que el hospital continúa muy bien su marcha, guiado por los principios éticos y técnicos que trazó el doctor Sáenz Herrera originalmente.

Es de esperar que todo el personal sabrá mantener por siempre vivo aquel viejo pero sabio y, por lo tanto, modesto adagio médico francés de guérir quelquefois, soulager souvent, consoler toujurs (traducción agregada por Gente-diverGente) sanar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre), de acuerdo a esos principios.

Marco Monge es fotoperiodista

Dr. Oscar Tristán Castro (1918-2004). El relato corazonada forma parte del libro Fruslerías, publicado en el 2007; lo publicamos aquí con la autorización de la familia.