Aprendí, hace 52 años, que la burla es un mesón que hay que quemar una y otra vez, cuantas veces sea necesario, con la antorcha del respeto a la dignidad ajena

José David Guevara Muñoz

La anécdota que voy a contarles no ocurrió el 11 de abril de 1971, pero sí tuvo lugar como parte de los preparativos para conmemorar la hazaña de Juan Santamaría en Liberia, Guanacaste.

Ese año yo cursaba el cuarto grado de educación primaria en la Escuela Ascensión Esquivel Ibarra, ubicada en el centro de la llamada “Ciudad blanca”.

Resulta que el maestro de música, de cuyo nombre no me acuerdo, estaba preparando a todos los alumnos para cantar el Himno Patriótico a Juan Santamaría, escrito por Emilio Pacheco Cooper y musicalizado por Pedro Calderón Navarro.

Aquel educador, trompetista, era un hombre alto, delgado, de piel blanca y con una manzana de Adán que destacaba en su garganta.

Ese cartílago cricoides, como lo llama la ciencia médica, subía y bajaba de manera notoria cada vez que el maestro tarareaba el sonido de la música que él interpretaría el día del acto cívico que se realizaría frente a la Parroquia de la Inmaculada Concepción situada frente al parque.

“Una vez que ustedes canten el inicio de la segunda estrofa, Cantemos al héroe que en Rivas, pujante, de Marte desprecia el fiero crujir, hacen una pausa para que yo toque unas notas con mi trompeta: tarara-tararatararatarara; luego vuelven a cantar, ya completa, la segunda estrofa”, nos explicaba el educador.

A mí se me despertó el espíritu de la burla y, fascinado por el subibaja de aquella manzana de Adán, le pedí al músico que tarareara de nuevo las notas que interpretaría con su trompeta. Me complació, pero en cuanto la clase estalló en risas y carcajadas, cayó en la cuenta de mi broma.

Por supuesto que se enojó, me regañó y me expulsó del aula. “Nos vemos en la próxima clase… a ver si se comporta con respeto”, me dijo y cerró la puerta.


No me quedó más que sentarme en una banca del corredor, a esperar que terminara aquella lección para volver al lado de mis compañeros.

Estaba en eso cuando apareció la niña Isabel, quien era la maestra a cargo del grupo. Me preguntó porqué no estaba en clases y le dije la verdad. Después de una breve sonrisa cómplice, me dijo que lo mejor que yo podía hacer era ofrecerle disculpas al músico.

“No deje que esto simple y sencillamente pase. Pídale perdón al maestro. De valientes es reconocer los errores y disculparse”, manifestó.

–¿Piensa hacerlo?
–Sí señora.
–¿Cuándo?
–Hoy.
–¿Quiere que lo acompañe o prefiere ir solo?
–Solo.
–Está bien, confío en su palabra.

Me paré junto a la puerta del aula a esperar que la lección terminara para poder hablar con el educador. Confieso que me sentía muy avergonzado y asustado, pero experimenté un gran alivio cuando el trompetista aceptó mis disculpas, sonrió y me frotó la cabeza.

Ese día aprendí que la burla es un mesón que hay que quemar una y otra vez, cuantas veces sea necesario, con la antorcha del respeto a la dignidad ajena.

Se trata de una lección a la que he tenido que volver una y otra vez a lo largo de mi vida, avergonzado y asustado, pero afortunadamente en la mayoría de las ocasiones este ser humano imperfecto ha encontrado trompetistas que tocan las notas del perdón.

¡Excelentes educadores los que tuve en la Escuela Ascensión Esquivel Ibarra! Excelente experiencia que evoco cada 11 de abril.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente