Todo lo que cabe en una taza…
… ¡y aún hay espacio para más!…
… ¡y aún hay espacio para más!…
(Séptima y última de una serie de 7 reflexiones sobre el valor de la divergencia)
Me gusta esta divergencia: la de un niño que no obliga a nadie a creer en él. Un pequeño que respeta las convicciones de cada quien. Un bebé cuyo mensaje de amor, misericordia y solidaridad se encuentra a años luz de las “guerras santas”, la “evangelización” con lanza y espada y la “Santa” Inquisición.
Así son los infantes: no hacen división de personas, no reparan en idiomas ni acentos, no discriminan a nadie por el color de su piel, no le preguntan a los demás cuáles son sus dogmas, no andan averiguando nada que tenga que ver con los estilos de vida (un tema tan íntimo y personal).
Ellos aman. Simple y sencillamente se entregan de corazón.
Son puros, inocentes, cristalinos, bienintecionados, amables, dulces, tiernos, generosos, espontáneos, auténticos.
No diseñan ni construyen paredes, tapias o muros que dividan a las personas. Son muchos adultos los que se encargan de esa lamentable y mezquina albañilería.
Somos las personas mayores de edad las que echamos mano de Dios para encasillar, etiquetar, juzgar, señalar, condenar, apartar, humillar, insultar, hacer mofa y sentirnos superiores.
Claro, y esto no deja de maravillarme, aquel niño fue la excepción. Cuando creció mantuvo los brazos y el corazón abiertos para todas los seres humanos, excepto para aquellos que lo odiaban desde la soberbia de creerse los únicos representantes de Dios, los dueños del monopolio del amor divino.
¿Qué tienen que ver esas actitudes negativas, esa antología de arrogancia, con el mensaje de aquella primera Navidad y, en especial, con el protagonista de ese hecho?
No logro, por más que lo intente, imaginarme a Jesús llamando a alguien “ramacheco” o burlándose de otro porque cree en la “Negrita”. Leo y releo los relatos de la primera Nochebuena y no encuentro por ningún lado asidero para esas pobres posiciones.
Lo digo en serio. No veo a José y María cerrando el recinto donde nació Jesús para evitar que entrara alguien que no pensara como ellos, que no viera la vida como ellos, que no creyera en Dios como ellos, que no tuviera los gustos de ellos. ¿No nos dice algo importante el hecho de que el niño haya nacido en un espacio abierto?
Repito: cuando aquel niño se hizo adulto mantuvo los brazos y el corazón abiertos. Nunca le puso peros ni trabas a cobradores de impuestos que estafaban a los demás, personas adúlteras, gente “inmunda” según las creencias, prostitutas…
Fueron las religiones las que se encargaron luego de crear divisiones y derramar la sangre de quienes tenían el valor (y el derecho) de pensar diferente.
¡Cuánta falta hace desempolvar la divergencia del niño de la primera Navidad!
José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista independiente
Por Kareem Khan (*)
Conozco a un niño de once años que es incapaz de ver las diferencias.
No es que sea ciego, para nada. Es más bien un atento observador. Es solo que cuando se trata de personas, él las mira con el tercer ojo, el que ve el reino interior.
Un día su compañero en la escuela le dijo: “Pero no ves que soy negro?” y él tranquilo le respondió que no se había dado cuenta, que, ante sus ojos, era un amigo, y los amigos no tienen color.
Lo mismo sucedió hace unos días, cuando su madre le comentó que le parecía muy bueno que tuviese también muchas chicas como amigas.
–No son chicas, son personas -respondió, convencido.
Estoy persuadido que si todos trabajáramos sobre nosotros mismos para abrir el tercer ojo como este niño de once años, y ver a las personas con amor, muchos de los hashtags más famosos de nuestros tiempos no existirían.
Si solo pudiéramos prescindir de las etiquetas no habría …
#blacklivesmatter
#metoo
#gaypride
#girlspower…
… y podría continuar…
Ahora bien, ¿cuántos de nosotros, adultos, somos capaces de ver a las personas sin verlas?
(*) Kareem Khan es un Derviche errante, refugiado iraní en Francia. Es estudioso académico del Corán y maestro de Sufismo. Actualmente trabaja contra la radicalización y el rescate de jóvenes radicalizados.
Sí, todos suponen que fue el niño quien sacó al papalote del armario para salir a volarlo en pleno ocaso.
Todos creen que fue el niño quien reparó la cola del cometa, la cual se había deshilachado tras enredarse en una cerca con alambres de púas.
En efecto, todos imaginan que fue el niño quien tuvo la paciencia de desenmarañar los nudos que quién sabe cómo se hicieron en el ovillo de hilo número diez.
Todos aseguran que fue el niño quien selló con pegamento la piel de papel seda que se había roto en el barrilete.
Por supuesto, todos opinan que fue el niño el terco que decidió divertirse un rato con aquella mariposa en forma de cuadrilátero no regular a pesar de que este año ha corrido muy poca brisa en el país; hay más quietud que movimiento, más inmovilidad que actividad.
Todos dan por sentado que fue el niño.
Pero no. No fue él. Fueron su padre y su madre quienes sacaron el papalote, lo repararon, desenmarañaron, sellaron y luego enviaron al niño a jugar.
No fue el niño. No es el niño. Son Joaquín, jardinero, y Margarita, servidora doméstica, quienes cada tarde envían a su niño a correr por el potrero para que nunca olvide que se puede volar aunque los vientos no sean favorables.
Jotade