La oposición a las intervenciones militares en el exterior, la indignación ante las actitudes de discriminación racial y la oposición al maltrato de los inmigrantes forman parte de la nueva cultura “americana”

Por Luis Gabriel Castro (*)

Las elecciones en Estados Unidos parecieran ser otro capítulo de una larga y compleja historia en la que se mezclan fantasía, realidad y ciencia ficción. Pero es mucho más que eso.

Esta elección representa una especie de choque entre dos formas de ser, de pensar y de comportarse por parte de la población de ese país y, por lo tanto, tiene toda la apariencia de un choque interno de culturas. Pero, además, la historia no ha terminado.

La fantasía actual comenzó con el presidente Trump desde que fue candidato en el 2016. Los medios, conociéndolo como personaje millonario, protagonista de televisión y de reality shows, desde el principio lo vieron así, como era en sus programas y no como un verdadero político. Pero el problema es que él no solo confirmó las percepciones de los medios, sino que las profundizó, hasta convertir la anterior campaña en un espectáculo de su propiedad.

La realidad es clara tanto en la campaña del 2016 como en la del 2020. Y no es bonita; había suficientes personas que estaban realmente inconformes con su propio mundo, sintiendo molestia por las nuevas corrientes de ruptura, por los tratados de libre comercio que les quitaban puestos de trabajo, por la relación permisiva con Cuba y los países comunistas latinoamericanos y, especialmente, por la situación personal de los creyentes en aquel Estados Unidos de siempre, el que añoraban y se les iba de las manos. Dichas personas fueron suficientes en el 2016 para ganar la elección y en el 2020 para llegar al extraño final electoral del momento, luego de que ambas campañas se convirtieron en una sola.

El carácter de ciencia ficción es contribución de la época, combinada con el estilo de Trump. La pandemia puso a todo el planeta en una situación solo comparable con una película de dicho género, al vernos repentinamente aislados, temerosos y con una incertidumbre que, en lo personal, jamás había conocido en toda mi vida, que ya cuenta bastantes primaveras.

Los anteriores aspectos, además de que hacen más severos el entorno y la situación de fondo, también son señales de ese algo más profundo que mencioné al principio; un choque de culturas.

Las raíces de la situación vienen de bastante más atrás. En realidad, su origen es la base misma de la nación norteamericana, multicultural, forjada a través de la inmigración, el encuentro de desafíos con la búsqueda de un destino común y la lucha por conquistarlo, así como la diversidad étnica de los inmigrantes y sus creencias. La guerra civil dejó marcas indelebles y la cuestión racial se convirtió en uno de los temas más profundos de división y de unión hasta el día de hoy.

La cultura “americana”, como se le ha llamado a la de Estados Unidos, se convirtió en una mezcla única de características creadas por la vida en el país, la convivencia entre sus semejantes, las consecuencias de sus culturas ancestrales y las necesidades de crecimiento y bienestar. Esa cultura “americana” fue capaz de llevar al país adelante por muchas guerras, dificultades y forjó una forma de ser que todos aprendieron a reconocer y a sentirse orgullosos de ella. 

Dicha cultura tradicional se distinguía por una serie de valores y formas de pensar y actuar bien definidas. El ciudadano que las representa, consciente de ello, las lleva como medallas en el pecho de su personalidad. Nos referimos a la dedicación al trabajo, la competitividad, el amor a la patria y a la bandera como su símbolo, el afán de superación, el orgullo nacional, la exigencia de ser los mejores, la percepción de invencibles en los deportes y en lo militar, la valentía como símbolo de honor, el culto a los padres de la patria, el respeto a la ley y el orden, los valores cristianos y evangélicos, entre otros rasgos.

Esa cultura dio la bienvenida a la gran inmigración de los dos primeros tercios del siglo pasado y, aunque no siempre con los brazos abiertos, logró integrar a grandes grupos étnicos provenientes de diferentes países de Europa y de México, los que primero se vieron forzados a vivir en zonas donde se concentraban los habitantes del mismo origen.

We the people, primera frase de la Constitución, dice mucho más de lo que expresa literalmente. Toda esa gente, desde los peregrinos fundadores con el espíritu del Mayflower y la Roca de Plymouth, hasta los provenientes de muchos países europeos en el siglo 20, se fueron convirtiendo en una sola gran sociedad, que creció unida, enfrentó la guerra de independencia, la guerra civil, la Primera y la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea (entre otras) con un mismo rumbo cultural de nación unida e independiente, que se convirtió en el melting pot; la olla donde todos se fusionaron en una sola nación y asimilaron su cultura.

Hasta ahí

Llegaron los años 60 y la guerra de Vietnam empezó a cambiar todo en el mundo y se intensificaron las divergencias culturales internas. El conflicto vietnamita se convirtió también en una guerra fría interna, entre nuevas generaciones opuestas a la intervención militar y el resto del país.

El presidente Johnson ordenó en 1964 intensificar los bombardeos sobre Vietnam del Norte y el aumento de las fuerzas militares en Vietnam del Sur, como respuesta al ataque de lanchas rápidas norvietnamitas al USS Maddox, un buque norteamericano que navegaba en el golfo de Tonkin.

Se dijo, posteriormente, que dicho ataque solo se usó como excusa para entrar más de lleno en la guerra. De todas formas, con o sin Tonkin, EE. UU. seguía oficialmente fiel a su tradición de genuinos “vigilantes” de la democracia en el mundo. La guerra de Vietnam se convirtió -en el corazón de quienes la apoyaban- en una lucha por la democracia y contra el avance comunista en el planeta.

La intervención en ese país trajo un fuerte rechazo a la misma y comenzó a manifestarse en una gran ola social; una especie de tsunami de opinión que nadie podía detener y que, por otras vías y con otros temas, continúa hasta el día de hoy.

Desde el principio fue una fuerza de cambio cultural y, a la vez, una energía divisoria, por factores de creencias e ideología, por la amenaza percibida del comunismo y las izquierdas, por un lado, y el deseo de promover una cultura de paz; por otro lado; el respeto versus el abandono de principios cristianos tradicionales y, en ambos bandos, los adeptos se cuentan por millones.

La gran ola de la nueva cultura crece, se hace fuerte y prevalece en las zonas de más cercanía a los grandes centros de población y mayor exposición a los acontecimientos mundiales: los centros cosmopolitas. En ellos el tiempo es más corto, la prisa es la velocidad natural y los objetos adquieren más valor como posesión, no solo por su valor material sino por su valor social, muchas veces sustentado en lo que otros aspiran a tener.

La característica básica de estos centros de población y ejes culturales es la incapacidad para posponer las recompensas; es decir, el querer que todo nos “premie” de inmediato.

Esta misma tendencia trajo como consecuencia un alejamiento de lo espiritual y, por lo tanto, de algunos de los principios sobre los cuales se fundó la nación americana.

Materialismo y relativismo empezaron a ser una corriente importante. Ahí se agudizó el choque. La moral siempre fue parte esencial de la cultura y Dios, uno de los sustentos fundamentales (God and Country). Al romper con muchas de las creencias cristianas muchos vieron de inmediato una brecha entre su forma de ser y la “persona americana” de tradición.

Entre las opiniones, actitudes y conductas de la nueva cultura podríamos mencionar la oposición a las intervenciones militares en el exterior, la indignación ante las actitudes de discriminación racial y la oposición al maltrato de los inmigrantes (en curiosa armonía selectiva con la fe cristiana), la crítica y rechazo a la historia de conquista de los pueblos nativos americanos, la aceptación del matrimonio de personas del mismo sexo, el apoyo al aborto, como decisión de la mujer embarazada, y una abierta disposición a coexistir con los líderes e ideologías de izquierda.

El país blanco

Llegamos al día de hoy con un nivel de tensión máximo entre las dos culturas contrapuestas y sus dos exponentes actuales: el presidente Trump y el presidente electo Joe Biden, acompañado de otros símbolos de la nueva cultura como la candidata a vicepresidenta, Kamala Harris, clara representante de la renovada cara de los Estados Unidos, que deja atrás la imagen de un país de raza blanca, para convertirse en una nación de múltiples colores, lo cual es una razón adicional para aumentar la carga emocional del choque de culturas.

El país blanco de siempre (como idea clásica americana) convertido en el país multicolor, donde pronto habrá más niños de otras razas que niños blancos. ¿Quién lo apoya?… ¿Quién no, aunque sea con cierta inquietud? Eso define muchas cosas y entra en el campo más peligroso, el de la identidad. ¿Qué somos?, diría un “americano”. Y en la dificultad de la respuesta queda clara la tensión.

Para bien o para mal Trump es el más claro símbolo de resistencia en contra de esa gran ola de cambio cultural que domina medios, universidades, comunidad empresarial, ONG y fundaciones; así como el mundo del arte y del cine, pioneros promotores de esta nueva corriente que podríamos llamar de ruptura.

A la fecha en que escribo estas líneas, Trump finalmente ha autorizado el proceso de transición hacia su oponente, pero también ha realizado una fuerte campaña en torno a la idea de un fraude electoral.

En paralelo, se produce hasta hoy una impresionante oleada de desinformación, en la que se exponen y refuerzan las teorías de conspiración expuestas por el mismo mandatario, sus líderes y seguidores y que tienen un potencial muy grave: provocar una mayor división en un Estados Unidos ya seriamente polarizado, porque quienes creían en Trump lo siguen haciendo y, porque el resto siente que se ha librado de un personaje nocivo para la dignidad de la nación.

Nadie se imaginó lo que sucedería en el 2020. Siendo Trump el líder que, supuestamente, rescató la cultura de tradición, luego se derrotó a sí mismo. La angustia cultural que lo hizo presidente en el 2016 aún está viva y sigue adelante.

Trump obtuvo ahora más votos que cuando ganó las elecciones. Pero no pudo vencer al desgaste auto infligido de su figura ni a la pandemia que acabó con su primera fortaleza en términos de resultados: la economía.

Fue él quien ignoró el peligro del coronavirus y, por falta de un plan concreto, generó tanto daño a la economía que borró con su propia mano sus méritos en el empleo y la producción.

Fue él quien ignoró el dolor sufrido por la gente de color en los casos de abuso policial que terminaron en la muerte de seres humanos y así, por su aparente falta de compasión, hizo prescindible su papel como líder de la cultura tradicional de Estados Unidos.

Pero la historia no ha terminado, aunque perdió la elección, aún no ha perdido el futuro y veremos qué nos dice el paso de los años. Estaremos atentos observando el próximo capítulo. No se trata de la fuerza de Trump, sino de la fuerza de la cultura de la mitad de Estados Unidos.

(*) Luis Gabriel Castro es un profesional de la Comunicación, experimentado en varias ramas y especialidades de la misma como las Relaciones Públicas, los Asuntos Corporativos y Públicos, la Publicidad, la Comunicación Política, la Comunicación Institucional y otros tipos de comunicación especializada en sectores industriales e  institucionales. Al día de hoy, activo como consultor independiente, suma 57 años de actividad en comunicación.