Este anciano me permite confirmar que el sentido de la amistad nos permite ver mucho más allá que el sentido de la vista

Negro (el de la foto que acompaña a este artículo) es un labrador ciego. Basta con mirar sus ojos espesamente nubosos para descubrir que este perro manso y amistoso no puede ver.

Es como si la araña de los años hubiera tejido una gruesa tela sobre cada uno de esos órganos.

Lo conocí hace pocas semanas y desde entonces tengo la dicha de encontrarme frecuentemente con él en la plaza de Jardines de Moravia, adonde llega en compañía de su mejor amigo: un hombre alto, delgado, canoso y que conserva la buena costumbre de saludar.

Es en esa aula de zacate en donde he recibido cinco lecciones por parte de ese maestro de pelaje nocturno, sin Luna ni estrellas.

Primera lección: en la vida es importante escuchar

El dueño de Negro llega siempre a la plaza con una bola de tenis en una de sus manos. Una y otra vez la levanta en alto y le dice a su perro que va a lanzarla sobre la cancha.

Todo un espectáculo ver a ese can en posición de ir por la pelota. Su amo la arroja contra el suelo y deja que la redonda siga su propio curso.

El can presta atención al choque gramilla-bola y se guía, en primera instancia, por la voz de los rebotes. El radar de los oídos le permite acercarse bastante al punto donde se detiene el juguete a encontrar.

Me resulta imposible no preguntarme, al observar esa escena, cuán aguda y profunda es mi escucha cuando otros hablan, sea en persona (tertulias, reuniones, conferencias y más) o a través del teléfono, radio, televisión, redes sociales, artículos, etcétera.

¿Cuánta atención presto? ¿Qué tanto me concentro? ¿Cuán honesto y bienintencionado es mi esfuerzo a la hora de interpretar las palabras que escucho? ¿Oigo lo que suena en realidad o lo que yo quiero oír? ¿Cuánto me esfuerzo cada día por aprovechar mi sentido del oído? ¿Me permite la escucha ir en la dirección correcta, aproximarme al objetivo principal?

Segunda lección: en la vida es importante desarrollar el olfato

En la recta final de su búsqueda, Negro encuentra la bola basado en su sentido del olfato. Hay que escucharlo aspirando sobre el césped.

Inhala con fuerza.

Sus fosas nasales son los ojos que ya no ven.

Este perro me recuerda que la realidad no es solo aquello que vemos, miramos y observamos, sino también lo disimulado y encubierto que logramos discernir.

Tener olfato es ser sagaz, astuto, perspicaz, agudo, avispado, despierto. Es poseer malicia, incluso ser un poco malpensado (muy necesario en el mundo).

Sí, muy importante ejercitar la capacidad de oler intenciones, propósitos, pretensiones. Es el arte de adivinar cartas escondidas y advertir conejos en la chistera, pero también el de la destreza para percibir el aroma de las oportunidades, la sustancia de los cambios y la esencia de los desafíos.

Negro tiene claro lo que dice Sherlock Holmes: “No hay nada más engañoso que un hecho evidente”.

Tercera lección: es mejor disfrutar la vida que lamentarse

Lo confieso: hay días en los que Negro me hace sentir una cierta dosis de vergüenza, pues me recuerda que la vida es tan corta que lamentarse, quejarse o victimizarse es siempre una pésima inversión.

Este perro bien podría negarse a salir de su casa o llegar a la plaza y echarse sobre el zacate y no hacer nada debido a su ceguera. Pero no, sale y disfruta, sale y goza, sale y juega, sale y se divierte, sale y le saca el jugo a cada instante.

¡Todo un ejemplo! ¡Todo un reto! ¡Todo un maestro!

Cuarta lección: en la vida hay que ser amistoso

Negro, el maravilloso y hermoso Negro, siempre encuentra tiempo para los demás. Encontrar la bola de tenis no es lo único importante, también es valioso socializar, hacer nuevos amigos.

Por eso, a ratos se olvida de la pelota y se acerca, con actitud amistosa, a algún extraño que acude a la plaza a hacer ejercicio, jugar o simple y sencillamente salir de la rutina.

Así lo ha hecho con Gofio, mi pequeño Schnauzer, y conmigo. Es entonces cuando confirmo que el sentido de la amistad nos permite ver mucho más allá que el sentido de la vista.

Quinta lección: en la vida hay que ser agradecido

Negro siempre corresponde a su mejor amigo con una dosis de gratitud: mueve la cola, lame las manos del amo y roza su cuerpo. Da las gracias a su manera.

Reconozco el agradecimiento de los canes precisamente porque vivo con uno sumamente agradecido. Gofio siempre encuentra la manera de decirme “muchas gracias” por el paseo, las galletas, el agua, el cariño y los juegos.

El labrador de la plaza de Jardines de Moravia es un fiel ejemplo de lo que recomienda San Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses: “Dad gracias en todo”.

Uno de los momentos que más disfruto en la vida es cuando soy testigo de un acto de gratitud dirigido a quien realmente lo merece. No se trata de despilfarrar los agradecimientos, pero tampoco hay que ser mezquino con ellos.

¿Cuán agradecido soy? ¿Soy más agradecido que quejoso? ¿Doy siempre las gracias por los pequeños grandes favores? ¿Agradezco, por ejemplo, a los recolectores de basura, el hombre que me entrega los periódicos en casa, la chofer de Uber o el conductor de taxi que me brinda un excelente servicio, los policías que patrullan el barrio, la persona que me sirve el café? Preguntas que me invita a plantearme Negro.

¡Gracias Negro por estas cinco lecciones! ¡Gracias también por las otras que también me darás!

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector el periódico El Financiero
Consultor en Comunicación