La célebre obra del italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) deja al descubierto la falsa moralidad
de aquel tiempo, escondida muchas veces
detrás de los hábitos sacerdotales
u obispales, igual que
sucede ahora

Por Juan Ramón Rojas (*)

Por casualidad, un martes por la mañana de 1348, siete jóvenes damas, que coinciden por amistad, por parentesco o por necesidad, se reúnen en la iglesia de Santa María la Nueva, en Florencia (Italia). La mayor no pasaba de veinte años y la menor no tenía menos de dieciocho. Todas de “noble linaje”, “discretas y sensatas” y de “cuerpo y rostro muy hermosos y adornadas de buenas costumbres”.

Sentadas en círculo, gemían y suspiraban por la “tribulación” de aquel tiempo, hasta que una de ellas, Pampinea, toma la palabra y recuerda que no escuchan “cosas más alegres” que ahora murió aquel, el otro que enfermó “y no cesamos de oír y ver los dolorosos llantos y lágrimas por los muertos y por los que están por morir”.

Acuerdan escapar del aquel infortunio, de aquel infierno que se está viviendo, a una villa a dos millas (3,2 kilómetros) en las afueras de la ciudad. Pero Filomena, una de las jóvenes, puso una objeción de forma. Les recordó que las mujeres “flacas” y “sin la providencia de los hombres no se saben regir ni arreglar”. “Verdaderamente –replicó Elisa- los hombres son la cabeza de las mujeres y sin su orden y regimiento muy pocas de nuestras obras alcanzan loable fin”.

Estaban en esa discusión, cuando entraron tres “mozos”, el mayor no pasaba de los 25 años: Filóstrato, Pánfilo y Dioneo: “Con su juventud no habían podido ni la adversidad del tiempo, ni la pérdida de parientes y amigos, ni el temor de aquella epidemia”. Al verlos, Pampinea advirtió: “Ved como la fortuna es a nuestros comienzos favorables, ya que ha puesto en nuestra presencia a estos mancebos discretos y valerosos, lo cuales a gusto nos harán compañía y servicio, si de nosotras es requerido”. Luego de dudas de algunas de ellas, les propusieron que las acompañaran. En un principio, los jóvenes pensaban a aquellas mujeres bromeaban, pero después convencidos de la sinceridad de sus palabras, se pusieron a su servicio.

Al día siguiente, miércoles, cuando apenas comenzaba a clarear, los diez emprendieron el viaje hasta llegar al lugar previamente fijado: una villa en una colina, separada de las rutas frecuentadas, con árboles, hierbas verdes y de “placentero aspecto”. Pampinea propuso que alguna de aquellas personas debía regir el grupo, “persona a la cual honremos y obedezcamos como la mayor autoridad”. Aceptaron y la nombraron reina, que debía regir el primer día. Filomena hizo una “hermosa guirnalda” de Laurel para la soberana del momento y la coronó.

Diez novelas cada día

Admiraban el paisaje y el cantar de las cigarras en los olivos. Tenían juegos de “tablas” y ajedrez, con lo cual poder distraerse. Pero previendo que no habría consenso en el juego, la “reina”, consideró que más placer podría provocar el contar y escuchar “novelas extrañas y graciosas”. Todos estuvieron de acuerdo. Como primer día, Pampinea dio libertad a Pánfilo para que eligiese una primera “novela”, la cual tituló “Cómo un mal hombre, llamado Ciapelleto, hizo al fin de sus días mala confesión, y después de su muerte fue tenido por santo”.

El retiro en la villa duraría catorce días, durante los cuales, debía contar diez “novelas” cada día, que, de acuerdo a conceptos modernos de la literatura, por su extensión, serían más bien cuentos, algunos de regular extensión. Desatarían sus fantasías para complacer al grupo. Sumarían un total de cien historias, que forman el Decamerón, pues los viernes y los sábados se los darían libres. Mujeres y hombres se turnarían para regir el grupo de jóvenes mientras durara el retiro voluntario. Además de estas narraciones, las jóvenes tañaban la lira, cantaban y danzaban.  

“La peste negra fue considerada por muchos como un “justo designio de Nuestro Señor sobre los mortales”, como siguen repitiendo algunos en estos tiempos que padecemos la pandemia de la Covid-19”.

Juan Ramón Rojas, periodista

Estas son solo algunas de las primeras escenas de el Decamerón, la célebre obra del Giovanni Boccaccio (1313-1375), uno de los más renombrados escritores italianos de la Edad Media, junto con su contemporáneo Francesco Petrarca (1304-1374) y de Dante Alighieri (1265-1321). 

La obra se desarrolla en plena epidemia de la peste negra o muerte negra, llamada así por las manchas en la piel y que asoló a Eurasia en el siglo XIV. Su punto máximo fue entre los años 1347 y 1353. Se cree que la peste tuvo su origen en Asia y que llegó Europa por las rutas comerciales. Solo en Florencia, dentro de los muros de la ciudad, fueron “arrebatadas” a la vida más de cien mil “criaturas humanas”. Sobrevivió apenas una quinta parte de la población. En el continente europeo, se calcula que murieron 25 millones de personas, una tercera parte de los habitantes. Unos 200 millones en la actualidad.

Junto a su valor literario, de su carácter humanista a las puertas del Renacimiento, el Decamerón deja al descubierto la falsa moralidad de aquel tiempo, escondida muchas veces detrás de los hábitos sacerdotales u obispales, igual que sucede ahora.

“Justo designio de Nuestro Señor”

Aparte de que en algunas de sus historias se habla del “pecado de la lujuria” de los clérigos, “y no solamente en el natural”, sino “contra natura, sin freno ni remordimiento de conciencia”, ofrece una visión de la tragedia, con toda la crueldad, el dolor, el abandono a los enfermos, que supuso aquella pandemia, “justo designio de Nuestro Señor sobre los mortales”, como siguen repitiendo algunos en estos tiempos que padecemos la pandemia de la Covid-19. Se realizaban “Procesiones para suplicar humilde y devotamente la misericordia de Dios”, dice Boccaccio.

A hombres y mujeres les salían en la ingle o bajo la tetilla ampollas hinchadas, algunas tan grandes como un huevo. Después se comenzó a manifestar aquella cruel enfermedad en forma de mortales manchas negras que salían de los brazos y las piernas, para lo cual no había remedio ni servía el conocimiento y experiencia de los médicos. “Contribuyó a dar mayor fuerza y vigor a esta pestilencia -dice-, el hecho de que los sanos visitaban a los enfermos o se comunicaban con los que habían adquirido el mal”.  Era el principio de la epidemia.

Más adelante: “No solamente el hablar o acercarse a los enfermos producía daño en los sanos, y les era causa de muerte, antes bien (lo que era asombroso) por tocar las ropas que ellos vestían o cualquier otra cosa que hubiese estado en contacto con ellos, los que después las tocaban quedaban contagiados de aquella misma enfermedad”, que no miraba en edad ni condición social o económica. 

Ante aquel contagio masivo, para el cual no había cura, después se pusieron de acuerdo en no visitar enfermos, “creyendo que cada uno aseguraba tanto más su buena salud, cuando más de ellos se mantenía apartado;” otros moderaban en el comer y beber y se abstenían de toda “superficialidad” y de “demasía de viandas y vinos”, “guardándose de usar mujeres” o, ya cansados de la tragedia, trataba de no oír hablar de muertos o enfermedades.

“Ocioso sería decir que un ciudadano no se preocupaba del otro –detalla-, y que casi ningún vecino cuidaba de su vecino, y que los mismos familiares, pertenecientes a la misma sangre, muy pocas veces, o ninguna, se visitaban. Tan grande era el espanto que esta gran tribulación puso en las entrañas de los hombres, que el hermano desamparaba al hermano, el tío al sobrino, y la hermana a su hermano querido, aun la mujer al marido; y lo que es más grave, y resulta casi increíble, que el padre y la madre huían de los hijos tocados por aquella dolencia”.

Muy pocos fueron los que murieron “entre lágrimas y piadosos suspiros de los suyos” y, por muy “nobles” que fuesen, eran escasos los muertos que diez o doce personas los acompañaban a la sepultura. Muchos, posiblemente miles, murieron solos, sin que nadie supiera que padecían la enfermedad, según el relato de Boccaccio. No existían los progresos médicos y sanitarios de la actualidad. La peste negra, es solo una de las tantas plagas que han azotado a la humanidad a través de la historia. Algunas han sido recreadas en obras de ficción como los textos bíblicos, que oscilan entre el mito y la realidad, por castigos divinos. La peste negra no sería la única, pero si una de las que más impacto ha causado por el número de muertes.

(*) Juan Ramón Rojas es periodista con experiencia medios internacionales, en Costa Rica y en países centroamericanos. Autor de obras literarias, entre ellas las novelas Desertor y Los últimos días. Su más reciente obra, Guayabo / Historia de un latifundio, es una crónica histórica.