Aulas de vida que no huelen a madera, sino a surco, ni a mosaico, pero sí a montaña

Suelo colorado en la sala, el comedor, la cocina, el corredor y el patio de pilas.

No recuerdo con precisión la cantidad de años que transcurrieron desde la última vez que había estado en una vivienda como esa, cuyo piso no huele a madera, sino a surco, ni a mosaico, pero sí a montaña.

Tengo en la memoria dos imágenes de casas similares.

Una de un rancho de un precario de Alajuelita que visité en mis años de reportero como parte de un reportaje que estaba preparando sobre el tema de la pobreza. La cuna del bebé era una sábana atada como una hamaca.

Otra, en Ciudad Neily, cabecera del cantón de Corredores en el sur de la provincia de Puntarenas. Allí tomé café chorreado con mi padre, preparado y servido por una señora feliz de recibir visitas en su morada.

Ahora conservaré también las imágenes del sábado pasado, las cuales grabé en mi archivo mental de recuerdos favoritos. Esta experiencia tuvo lugar en un distrito del cantón de San Ramón, provincia de Alajuela.

Piso de tierra, pero bien barrido. Cero basura. Nada de migajas. Ni siquiera hojas secas. En tierra de poetas, la escoba escribe versos y el aseo rima con la sencillez.

Todo limpio y ordenado: sillones, decorados con tapetes y cojines de colores; librero, dos anaqueles con obras ya leídas por su dueño, y pasito, grabado con un pirógrafo sobre una tabla de ciprés.

Utensilios de cocina, rechinantes de limpios y colocados en su lugar; mesa del comedor, cubierta con un mantel de tela estampado con frutas y flores, y paredes de zinc adornadas con cortinas cosidas con cariño.

¿Los inquilinos? Un matrimonio agradecido con la vida, una pareja contenta con lo que tiene, dos personas luchadoras y orgullosas de los valores que les transmitieron sus padres, hombres de campo que cultivaban la tierra y vendían cargas de madera.

Ambos generosos. Compartieron con mi hermano Alejandro y conmigo un almuerzo espléndido: arroz recién hecho, frijoles frescos, picadillo de plátano verde con chorizo, garbanzos arreglados con carne molida, plátano maduro frito, tortillas palmeadas y fresco de guayaba y piña naturales.

Luego, ¡no podía faltar!, el cafecito chorreado, conversado y admirando a los yigüirros, viudas, bobos, pechoamarillos, carpinteros y ardillas que se alimentaban con frutas en el patio.

¿Y de postre? Una caminadita por el monte para conocer la poza rodeada de árboles y amenizada con música de cascada que el hombre llama “mi oficina”. “Aquí me aíslo cuando necesito trabajar en silencio”, dice ese campesino que hace malabares con las palabras.

“Ya lo saben, cuando quieran pasar a tomarse una aguadulcita, aquí tienen su casa”, nos dijo la señora, una mujer de mirada traslúcida que se siente orgullosa -¡y con razón!- de sus matas floreadas.

Vale la pena visitar de cuando en cuando alguna casa con piso de tierra. Es mucho lo que se aprende en esas aulas.

Uno cree que va a dejar impresa la marca de los zapatos en el suelo, pero sale de allí con las huellas de sus inquilinos estampadas en el corazón.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Periodista independiente