Subsidiar el transporte público es una medida oportuna para atender a los más vulnerables, pero tampoco es la solución

Jorge A. Rodríguez Soto

Actualmente, el país enfrenta subidas estrepitosas en el precio de los combustibles, en gran medida debido al alza del tipo de cambio y el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Debido a ello, el aumento en el precio no está en control de las autoridades nacionales y hay poco que pueda hacerse. Algunos señalan a Recope, pero lo cierto es que su margen actual es del 5% del precio de los combustibles.

El único componente del precio en el que la política económica podría tener una incidencia significativa es el impuesto (29% en gasolinas y 17% en diésel). El Gobierno argumenta la necesidad de la recaudación, pero sería prudente replantearse el problema por la naturaleza del bien en cuestión. Incluso se puede incrementar las cargas en otros bienes y servicios para compensar, de manera distribuya mejor su peso y que los efectos conexos sean menores.

El problema del combustible es que no existen formas de sustituirlo a corto plazo, las opciones son cambio de vehículo, cambio del sistema del vehículo, o no consumo del todo. En los tres casos hay costos importantes implicados. Al no poder sustituirse el consumo, se procede a reducir el consumo de otros bienes, por lo que las consecuencias se expanden por toda la economía.

Lo que se produce realmente es una disminución del poder adquisitivo, cada vez alcanza para menos porque la proporción que va a combustible crece. Por ejemplo, si entra a regir el aumento que llevaría el precio a más de mil colones, cada tanque de gasolina (45-55 litros) representaría cerca del 15-20% del salario mínimo para personas no calificadas, y del 10% para quienes cuentan con estudios universitarios. Tal vez estas no sean las poblaciones más vulnerables, pero las clases medias son esenciales en el dinamismo del sector comercial.

En la economía esto se traduce en que muchos decidan gastar la menor cantidad de combustible posible, y en que recorten gastos por otros lados. Esto puede llevar a una disminución de la actividad comercial. En general, el efecto más preocupante es sobre el turismo. Es de esperar que muchos decidan ahorrar los viajes que no sean estrictamente necesarios, repercutiendo en el turismo nacional. Recordando que muchas zonas lejos del centro del país dependen del turismo como una de sus principales actividades económicas.

Es decir, la naturaleza del combustible como bien puede tener importantes efectos sobre el consumo por un efecto de disminución de la renta, lo que a su vez puede dificultar las aspiraciones de reactivación económica. Además, estos efectos rara vez son proporcionales, suele existir un multiplicador, que amplifica las consecuencias o beneficios de estos cambios.

El Gobierno requiere de los fondos provenientes del impuesto a los combustibles, pero también de los ingresos provenientes de impuestos como el IVA. Lamentablemente, la difícil situación que enfrentamos no es evitable, pero deben realizarse estudios más detallados que determinen cuál es el camino “menos malo”. La ruta de la política económica debe establecerse considerando los problemas de recaudación, actividad económica, y desarrollo regional (particularmente por el turismo).

Subsidiar el transporte público es una medida oportuna para atender a los más vulnerables, pero tampoco es la solución. Se estaría retrocediendo 60 años de historia, a cuando solo los más adinerados podían tener un vehículo. Sin mencionar que atrincherar demasiadas personas en un autobús no parece algo eficiente ante la situación del COVID.

Jorge A. Rodríguez Soto.
Economista e investigador científico independiente.
jorgeandresrodriguezsoto@gmail.com