Han transcurrido más de treinta años desde aquel 24 de abril de 1991 en que visité, como reportero de La Nación, la comunidad de Grano de Oro de Turrialba para escribir una nota sobre los daños ocasionados por el terremoto que había sacudido a la provincia de Limón dos días atrás, ¡y aún recuerdo al comerciante que pretendía que el gobierno de turno mandara a alguien hasta allá para hacer una tarea que le correspondía única y exclusivamente a él!

Decidí acudir al local de ese hombre debido a su reiterada queja en el sentido de que las autoridades gubernamentales aún no le habían brindado ningún tipo de ayuda tras el sismo con una magnitud de 7,4 grados en la escala Richter.

Un chofer, una fotógrafa y yo ingresamos en la pulpería del quejoso esperando encontrar serios problemas estructurales en la edificación, pero no había paredes agrietadas, cañerías rotas, techo a punto de caer o cualquier otra secuela.

“¿En qué necesita usted que el gobierno le ayude?”, le pregunté al comerciante, quien respondió de inmediato: “¡Diay! ¿No está viendo toda la mercadería que está en el suelo?” “Es decir, ¿usted quiere que le ayuden a levantar las latas de atún, los paquetes de macarrones, las bolsas de sal y los tarros de frijoles molidos?”, insistí en aras de aclarar. “¡Pues claro! ¿No ve qué reguero?”, contestó.

Quedé con la boca abierta. No podía creer lo que acababa de escuchar. Aquel señor pretendía que la administración Calderón Fournier enviara a alguien hasta Grano de Oro de Turrialba para que recogiera y pusiera en su lugar los abarrotes que habían caído al piso, una tarea que le correspondía única y exclusivamente a él.

Algo similar ocurre con la llegada de un año nuevo, en especial cuando los doce meses que despedimos nos han desordenado la vida con situaciones difíciles de enfrentar, terremotos existenciales. No queda más camino que agarrar al toro por los cuernos y tratar de poner orden en medio del caos.

Puede que recibamos algún tipo de apoyo de personas amadas y apreciadas, o de quienes menos lo esperábamos, pero la responsabilidad de actuar es nuestra; somos nosotros quienes tenemos que enrollarnos las mangas, agacharnos, recoger y acomodar lo que se desplomó y cayó al suelo.

Quedarnos esperando a que el gobierno o alguien más venga en nuestro socorro, es perder tiempo valioso que deberíamos invertir en nuestro crecimiento, desarrollo y madurez.

Nadie, absolutamente nadie, tiene porqué recoger nuestras latas de tropiezos, los paquetes de dolor, las bolsas de imprevistos y los tarros de pruebas difíciles.

2021, gracias por los sismos que nos sacudieron de pies a cabeza. 2022, ¡a poner orden se ha dicho!

No cometamos el error de terminar el 2022 quejándonos de que el gobierno no nos ha ayudado.

La vida siempre nos da nuevas oportunidades para rectificar…

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector de El Financiero
Consultor en Comunicación