Tengo buenos amigos, muy queridos, que van a votar por el candidato A, en tanto que otros, también altamente estimados, votarán por el aspirante B. Son excelentes personas, la amistad con ellos está muy por encima de las decisiones electorales; los comicios pasan, ellos permanecen.

Formo parte de una familia muy especial. Hay parientes, sumamente amados, que apoyan al candidato B, al mismo tiempo que otros, entrañables e inseparables, están matriculados con el aspirante A. Se trata de seres humanos excepcionales, el cariño de ellos supera por mucho a la pasión que despiertan las campañas políticas; las contiendas se esfuman, ellos están siempre presentes.

Conozco a muchos profesionales serios, comprometidos y responsables que portan la bandera del candidato A, pero también me honra la cercanía de quienes empuñan la bandera del aspirante B, creativos, innovadores, honestos. Personas valiosas que aportan valor agregado en todo cuanto emprenden; con todos ellos hay que sumar y multiplicar, no restar ni dividir.

Algunos de mis colegas, periodistas honorables, ansían el triunfo en las urnas del candidato B, y otros, comunicadores igual de respetables, desean que gane el aspirante A. No se trata de que algunos tengan la razón y otros estén equivocados o de que haya un bando de los objetivos y otro de los sesgados; la realidad posee una amplia variedad de formas y colores, no es una moneda de una sola cara. Mi estima por todos ellos no depende de que vean e interpreten el entorno tal y como lo hago yo.

Discrepar no necesariamente es sinónimo de odiar y denigrar; hay divergencias que construyen.

Me relaciono en las redes sociales con gente que no oculta su simpatía por el candidato A, hombres y mujeres que enriquecen mi visión de mundo con sus lecturas de la realidad, igual que sucede con quienes confiesan abiertamente ser partidarios del aspirante B, ciudadanos que brindan otros análisis y perspectivas que contribuyen a ampliar horizontes. Muchas de las posiciones de ambos grupos son como el agua y el aceite, pero discrepar no es sinónimo de odiar y denigrar; hay divergencias que construyen.

Hay en mi barrio vecinos amables y respetuosos que gustan del candidato B, mientras que otros, serviciales y cordiales, se entusiasman con el aspirante A. Me gusta verlos relacionarse de manera amistosa, elegante, civilizada; se saludan, conversan, ríen sin que sus preferencias político-electorales empañen el buen vivir.

Una considerable cantidad de excompañeros de colegio y universidad, con quienes se me alegra el corazón cada vez que nos encontramos, le van al candidato A, en tanto que otros de ellos, con quienes afloran los abrazos y buenos recuerdos en cada reunión, le van al aspirante B. ¿Qué sentido tendría echar a perder esos vínculos tan valiosos? ¿Por qué arriesgar tantos años de aprecio y cariño por las tentaciones de la polarización?

Veo a muchas personas, seres humanos valiosos, pidiendo el voto para el candidato B, mientras otros, también dignos, solicitan el apoyo para el aspirante A. ¿Son unos “los buenos” y los otros “los malos”? ¿Representan unos a los “acertados” y otros a los “equivocados”? ¿Un bando está formado por los “amantes del país” y el otro por los “vendepatrias”? Para nada. Se trata, simple y sencillamente, de ciudadanos que ejercen el derecho a pensar distinto.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Asesor en Comunicación

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