En Atenas, “cuna de la democracia”, la mayoría de la población carecía de ciudadanía; es decir, no votaba

Por Héctor Gamboa (*)

En la política hay decisiones que afectan la vida de miles, cientos de miles o millones de personas.

Los aciertos de un político suelen mejorar la perspectiva de una generación y sus yerros devastar a una nación entera.

Como costarricense me es difícil no sentir pasión por la política. Desde mis primeros años en la escuela, en los medios de comunicación y hasta en las reuniones familiares escuchaba acerca de las infinitas bondades de la democracia y la importancia de preservarla para las futuras generaciones.

Recuerdo que en sétimo año una profesora intentó explicarnos que, como forma de gobierno, la democracia empezó en la Ciudad-Estado de Atenas, durante la antigüedad.

Yo me imaginaba a los atenienses pegando banderas y organizando mítines cada cuatro años para elegir entre los partidos Apolíneos, Dionisíaco y Hermético. En resumen, me imaginaba que la democracia griega era algo parecido a nuestras elecciones de por entonces, solo que con los atenienses vistiendo togas, lanzando alabanzas a Zeus y haciéndose estatuas de mármol como publicidad electoral.

Con los años me fui enterando de que las cosas no eran tan sencillas, porque en Atenas la mayoría de la población carecía de ciudadanía; es decir, no votaba.

En el grupo carente de derechos, principalmente, estaban los “esclavos extranjeros” y su descendencia; es decir, prisioneros de guerra o adquisiciones comerciales (digamos un equivalente de los actuales extranjeros indocumentados) y, como es de suponer en una sociedad patriarcal, las mujeres. 

El más largo y próspero periodo de la democracia ateniense fue inaugurado en el año 510 a.C. por las reformas de Clístenes, quien creó el primer sistema de electorados. Se trataba de dividir en diez grupos a los ciudadanos, cada uno de los cuales elegía un número de candidatos en su interior y después todos participaban en asambleas o Ekklesía. Allí se discutía con bastante libertad acerca de los temas de interés; es decir, los participantes gozaban de un amplio derecho al berreo.

“La democracia ateniense perduró a pesar de que se percibiera como natural negarle derechos elementales a ciertas personas que vivían y trabajan en Atenas durante toda su vida”.

Héctor Gamboa, diseñador gráfico

Eso sí, el sistema tenía ciertos mecanismos para garantizar la estabilidad y no todos los participantes de la Ekklesía podían ser electos como candidatos a ocupar un cargo en el Estado ateniense. Solamente aquellos que tuvieran los medios económicos y hubieran dejado de pertenecer a la clase de los thetes, -lo que en buen tico llamaríamos pelagatos, pobretes, muertos de hambre, limpios o tiesos-, podían ser candidatos a dirigir actos en el gobierno.

Además, ciertos asuntos como la justicia penal (que de manera muy práctica para la época solo usaba dos tipos de castigo: la muerte y el destierro), y los asuntos relacionados con la religión, eran manejados por el Areópago: un equivalente híbrido entre la Corte Plena y el Arzobispado de San José, constituido por las familias nobles de Atenas.

Una vez que la Ekklesía determinaba las políticas, se procedía a la elección. Esta no se parecía en nada a nuestro sistema de papeletas y urnas y aquí es donde los atenienses se pusieron de verdad ingeniosos, pues tenían un aparato que llamaban kleroterion, compuesto de varias filas de ranuras verticales en el cual los candidatos electos por todos los grupos colocaban unas placas con su nombre. Posteriormente, a través de un tubo de bronce se introducían una serie de dados de colores que se depositaban aleatoriamente sobre las placas. Según el color, el candidato era electo para un puesto o desechado. 

¡Una tómbola electoral! 

No se lo esperaban, ¿verdad?

Así y todo, la democracia ateniense perduró más de quinientos años hasta ser absorbida por el Imperio romano. Esto es, más tiempo que cualquiera de las democracias actuales.

Perduró a pesar de que, para ser elegido, había que tener riqueza abundante; de que se percibiera como natural negarle derechos elementales a ciertas personas que vivían y trabajan en Atenas durante toda su vida; de que los candidatos resultaran electos por azar o carambola y de que las decisiones, en los asuntos más peliagudos, fueran tomadas por un pequeño grupo de individuos que componían, a todas luces, una élite privilegiada, no electa y desconectada de los problemas de la gente común.

A veces me pregunto cómo tal sistema pudo ser siquiera considerado democrático.

(*) Héctor Gamboa se formó como artista plástico en el Conservatorio Castella, la Universidad Karolina de Praga y la Universidad Nacional, es diseñador gráfico especializado en libros, ilustrador, autor de obras para niños y adultos, con más de treinta años de experiencia y animador de la lectura.