Es en la falta de límites en la libertad que el hombre erra, convirtiendo su libertad en libertinaje, haciendo malabares a mansalva y asentando filosas mentiras para justificar sus prácticas de corrupción

Pedro Rafael Gutiérrez Doña

Cuentan las Sagradas Escrituras, en el Evangelio según San Juan, que después de haber resucitado de entre los muertos, Jesucristo se le presentó en vida a sus apóstoles y a un numeroso grupo de sus discípulos. Su inesperada y anunciada presencia causó tanto asombro en aquellos, que no lo podían creer. 

Ese hecho en particular nos permite ahora,  echar una mirada a la reacción del apóstol Tomás, quien estaba enredado, como muchos de nosotros, en la eterna disyuntiva entre la fe o la razón.  Tal fue el grado de incredulidad del apóstol que fue invitado a meter el dedo en las heridas de aquel hombre…, para confirmar que era Dios. 

Para muchos quizá esta realidad solo sea un trillado cuento de caminos o un guion prosaico para una popular serie de Netflix; pero aunque así fuera, no expone otra cosa más que el crudo reflejo de la naturaleza del hombre y de lo que vivimos a diario: el ver para creer. 

Por mi parte, Tomás no estaba bien del todo, alejado de la realidad tenía miedo, enredado como en estos días, en la incesante duda que nos aqueja y la pesada incredulidad que nos confunde.  Jesús, por su lado, había estado con él y con todos los apóstoles en múltiples ocasiones, pero aún así, Tomás no lo reconocía. 

El Evangelio nos relata en los siguientes versículos que el mismo Jesús, decidido a convencerlo de que era él, le pide que meta el dedo en la llaga de su costado. Si lo metió o no, no lo sabemos, las Escrituras no lo dicen, pero -sin querer ser hereje- creo que no lo hizo. Nadie más que Caravaggio en su magnífica obra La incredulidad de santo Tomás, nos muestra la imagen de lo ocurrido aquel día, marcando una línea fina entre la interminable lucha entre el bien y el mal, en la que nos debatimos todos.

Thomas -pero en éste caso el filósofo inglés de apellido Hobbes-, nos dice en su libro El Leviatán que “el hombre es el lobo del hombre”, lupus est homo homini, malo por naturaleza “… y en su estado natural el hombre no tiene límites a su libertad, sin embargo, vive en una continua inseguridad, producida porque se guía por el instinto de supervivencia y el deseo de dominio sobre los demás”. 

Es en esa falta de límites en la libertad que el hombre erra, convirtiendo su libertad en libertinaje, haciendo malabares a mansalva y asentando filosas mentiras para justificar sus prácticas de corrupción. Es en los momentos de duda y en la metástasis del nihilismo hedonista que nos invade, donde nacen la maldad y la perversión, disfrazados de enormes mentiras y actos deshonestos, enterrando juicios de conciencia a los cuales hacen oídos sordos. 

Muchos de nosotros en ese espíritu por sobrevivir -nos recuerda Hobbes-, metemos el dedo en la llaga y en la flama, para ver qué pasa. A falta de una conciencia que frene nuestros impulsos dañinos y decidamos eliminarlos, actuamos cual autómatas, según nos recuerda el autor.  

La interpretación hobbiana lo que nos dice es que somos nuestro mismo lobo, capaces de morder al otro o morir luego en fauces de los demás. En estos días, solo para poner un ejemplo, más de 1.300 funcionarios del Estado fueron desenmascarados por el presidente Chaves por haber recibido “por error” el Bono Proteger. Ese “error” significó ¢490 millones que entraron en sus bolsillos y se los comieron “en confites”, como lo hizo una vez el finado Pepe Figueres.

¡Dios mío!, gritó Tomás cuando vio a Jesús, impactado por el milagro más grande que haya tenido la humanidad. ¡Dios mío! gritarán todos aquellos que insaciables de corruptelas, de filosofías baratas y de huecas sutilezas, se meten cual zorros a socavar las instituciones del Estado y del gobierno, pero ténganlo por seguro y no duden como Tomás, que tarde o temprano como esclavos del mal que son, caerán en su propia trampa.

Pedro Rafael Gutiérrez Doña es periodista.