Una mafia que vive a costa de los diezmos y ofrendas entregadas por personas inocentes que nunca tienen acceso a la “prosperidad” de la que sí gozan sus pastores

Por Pedro Rafael Gutiérrez Doña (*)

Aún recuerdo, como si que fueran hoy, las innumerables noches de banquero en largas jornadas sabatinas de vigilia y oración en la Iglesia urbana evangélica josefina durante 1990.

Banquero porque siempre que llegaba a la vieja casona me sentaba en las duras tablas de las bancas a escuchar a un pastor evangélico recitar prédicas y mensajes cristianos de perdón, salvación y sanidad; sin faltar como era obvio, la ejecución del verso preferido -Malaquías 3:10- con que aquel predicador nos recordaba el diezmo y la ofrenda, sacrificio monetario que había que realizar religiosamente al dios Mamón.  

Una vigilia es, en este contexto, un tiempo de oración continua que se prolonga hasta el amanecer. A las diez iniciaba un tiempo de música cristiana de adoración y alabanza que se prolongaba hasta la media noche; luego el pastor daba un mensaje sobre la Biblia de una hora y después comenzaba la oración. 

A las tres de la madrugada se hacía una pausa y luego el local era invadido por una charanga musical proveniente de la cantina vecina, Águila Bar, lo que permitía tomar un café, evangelizar a los alcohólicos sin hogar y seguir orando hasta las seis de la mañana.

El pastor del que les hablo vivió en una humilde zona rural de Turrialba, donde se acostumbró a volar machete en los verdes cañaverales, de donde pasó, luego de responder al llamado de Dios, viviendo en una mansión de concreto en el exclusivo barrio Escalante de la capital. 

En aquel entonces, los penates de la iglesia balbuceaban los mensajes divinos dirigidos a la prosperidad de todos los miembros, prosperidad que se reflejaba exclusivamente en propiedades, viajes al extranjero y brillantes joyas usadas por el turrialbeño y sus familiares; las ovejas de aquel rebaño no lograron obtener, a lo largo de muchos años, las bendiciones prometidas a pesar del obligado pago del tributo bíblico.

Además de echarle ganas al llamado  de “Dios” para salvar almas y evangelizar, ese pastor trasquilaba -según La Palabra- la fructífera lana de las ovejas, y afirmaba sin rubor que todo aquel que no ofrendaba, estaba endemoniado. Le encantaba el oro, llevaba dos anillos del tamaño de una tuerca de camión en sus callosas manos y sobre su cuello colgaban dos o tres cadenas del dorado metal.  ¡Mío es el oro y mía es la plata! (Hageo 2:8), citaba agitadamente aquel versículo para justificar sus excentricidades.

Al correr de los meses, comenzaron a surgir “sucursales” de la iglesia en todas las provincias, apoyadas esta vez por un “apóstol” puertorriqueño que patentó la marca del negocio y siguió los pasos del turrialbeño, solo que en los Estados Unidos. 

Parte del equipo del turialbeño estaba integrado por una batería de “apóstoles” locales expertos en el expansionismo evangélico. Uno de éstos era un joven que había sido ascensorista en en una tienda josefina y quien ascendió de ese puesto a pastorear una próspera iglesia herediana y construir una linda mansión en los cafetales de la zona producto de las bendiciones del Señor, bendiciones que solo llegaban a los modernos levitas.

Cierto día, el pastor de la iglesia organizó una campaña de evangelización en un barrio marginal de la capital, donde se invitaba a los pobladores -a través de megáfonos- a recibir el mensaje de salvación. Cantos de alabanza, adoración y danzas introducían el mensaje del religioso sin olvidar al final, recoger los abundantes diezmos y las ofrendas, porque todo obrero -decía- es digno de su salario (1 Timoteo 5:18).

En esa oportunidad fui testigo del dinero recogido: una sábana repleta de monedas y billetes de todas las denominaciones. Como era habitual, el dinero era contado en la oficina del pastor por lindas hermanitas de su confianza; una de ellas se enredó con el pastor y dio al traste con su matrimonio. En esa iglesia nunca se reportaban los ingresos…

Mientras esto ocurría en el ambiente evangélico, Rafael Ángel Calderón Fournier era electo presidente de Costa Rica,  os hijos del pastor estudiaban en las mejores universidades privadas, conducían buenos carros y viajaban al extranjero de shopping para lucir lindos brocados en el culto de las siete. Y a solo tres bancas del púlpito, un grupo de fieles adultos mayores engañados con el cuento de la prosperidad, sufrían con fe y pedían oraciones por  las innumerables goteras en sus latas de zinc. 

Hoy día, cuando toreamos los embates de una pandemia y desconocemos cuándo terminará, no hemos logrado liberarnos aún de una vieja plaga: la de los estafadores de la fe organizados como una mafia; un mal que no mata al cuerpo como sí lo hace el coronavirus, pero que sigue matando a diario el alma de nuestros semejantes, utilizando a neófitos inocentes y explotando sus necesidades.  

Pedro Rafael Gutiérrez Doña es periodista.