La última vez que vi a mi padre (a principios de julio del 2020) recibí de él esa mirada que la vida me permitió disfrutar a lo largo de cincuenta y ocho años y medio: diáfana, bondadosa y directa.

Así era mi tata: transparente, bueno y frontal. Un ser humano auténtico, un hombre consecuente consigo mismo, una persona en la que fluía de manera natural la concordancia entre lo que hacía y lo que decía, lo que predicaba y lo que vivía.

Por eso siempre nos veía directo a los ojos, sin evadir la mirada, sin jugar a las escondidas con las retinas, maquillar las córneas o disfrazar las pupilas.

Mi viejo se mostraba tal cual era: genuino, sin ingredientes artificiales, cero poses, nada de actitudes o reacciones prefabricadas o sonrisas ensayadas; mucho menos, calculador, adulador o servil.

David Guevara Arguedas era un modelo de integridad y dignidad, y a pesar de ello no alardeaba, no practicaba el autobombo ni juzgaba, condenaba o sermoneaba a los demás; por el contrario, era humilde, modesto y compasivo con el prójimo.

Muchas veces le escuché decir estas palabras: “Tatica Dios sabe que estamos hechos de barro, Él conoce nuestra condición” y “La iglesia no es un museo de santos, sino un taller de pecadores”.

Lo decía quien fue pastor bautista por más de sesenta años. Un pastor al que nunca le gustaron los títulos rimbombantes como “reverendo” (decía él que solo Dios es digno de reverencia), “profeta” o “apóstol”. Un pastor que nunca solicitó un aumento de salario en ninguna de las iglesias en las que trabajó y que en materia de ofrendas no le metía las manos a nadie en el bolsillo ni vendía oraciones o bendiciones, no manejaba él los dineros y defendía a capa y espada el “cuentas claras, chocolate espeso”.

Mi padre era feliz con una bolsa de maní americano con cáscara, una partida de Dominó, el acordeón que lo acompañó desde su juventud, una naranja (su fruta favorita), un libro sobre el imperio romano, una hamaca para la siesta, un granizado en playa Hermosa (Guanacaste), la música de El lago de los cisnes (de Chaikovski), los goles de Saprissa, un disco con los discursos del político colombiano Jorge Eliécer Gaitán (candidato a la Presidencia por el Partido Liberal que fue asesinado el 9 de abril de 1948), una película de Cantinflas y el atol de vainilla que le preparaba mamá.

La sinceridad de mi viejo era la misma a la que se refirió Cicerón, maestro de la retórica, en su texto Laelius de amicitia (tratado sobre la amistad), escrito en el año 44 a. C. Mi tata no fingía ni aparentaba, era consecuente consigo mismo.

Davara Vidgue, anagrama que él formó con su nombre y primer apellido, fue un ser humano consecuente y coherente con los valores de la honestidad (vivía de lo que ganaba honradamente), humildad (el ego en su lugar y lejos de creerse el dueño de la verdad), modestia (nada de alardes ni ostentaciones), servicio (siempre atento a las necesidades ajenas pues estaba convencido que ser líder es servir), transparencia (nada de cálculos malintencionados o cartas escondidas para perjudicar a otros), dignidad (no permitía que le pusieran un pie encima), empatía (no trataba de imponer, sino de comprender) y moderación (templanza en las palabras y acciones).

El sentido del humor era otro rasgo de su personalidad. Pícaro. Ingenioso. Ocurrente. Sutil. Oportuno. Elegante. No perdía el tiempo en odios, resentimientos ni amarguras. Al mal tiempo, buena cara, era una de sus consignas.

Pienso en la vida de mi tata y evoco los orígenes de la palabra sincera, adjetivo procede del latín sincēru. El jurista, político, filósofo, escritor y orador romano Marco Tulio Cicerón utilizó ese vocablo en el siglo I a. C. con el mismo significado que le da hoy día el Diccionario de la Lengua Española (DLE): “modo de expresarse o comportarse libre de fingimiento”.

El DLE aporta una segunda acepción que, advierte, está en desuso: “puro, libre de mezcla”.

Hay quienes atribuyen el nacimiento de ese término a leyendas populares que algunos estudiosos califican de “falsa etimología”. Entre ellas, la que señala que en los teatros de la Grecia antigua los actores usaban máscaras de cera que una vez que se quitaban dejaban ver a las personas auténticas, sin cera.

Sostienen otros, también sin bases sólidas, que ese término dio sus primeros pasos en el mundo de la imaginería renacentista española. Cuando un escultor daba un golpe fallido sobre el material de su obra, ocultaba o disimulaba el error con un emplasto de cera. Así, una talla pura y fidedigna era sin cera, de una sola pieza.

La sinceridad de mi viejo era la misma a la que se refirió Cicerón, maestro de la retórica, en su texto Laelius de amicitia (tratado sobre la amistad), escrito en el año 44 a. C. Mi tata no fingía ni aparentaba, era consecuente consigo mismo.

Ya lo dije pero lo reitero: La última vez que vi a mi padre (a principios de julio del 2020) recibí de él esa mirada que la vida me permitió disfrutar a lo largo de cincuenta y ocho años y medio: diáfana, bondadosa y directa. Se trata del último recuerdo que conservo de ese hombre auténtico que aunque nos dejó hoy hace un año, nos acompaña con su ejemplo.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente
Exdirector del periódico El Financiero
Consultor en Comunicación