¿Y si nos abrimos a las diferencias?
-¿Qué tal si hacemos un esfuerzo consciente por aceptar y convivir con lo distinto, con el divergente?
-¿Por qué mortificarnos con la variedad y la diversidad?
-¿Quién dice que en una sociedad todo debe ser del mismo color, sabor, tamaño, peso, textura?
-¿Con qué derecho tachamos de “ignorantes” o “imbéciles” a quienes piensan diametralmente opuesto a nosotros?
-¿Desde cuándo es un “vende patrias” o un “resentido social” quien no analiza el modelo de desarrollo desde mi óptica, el individuo que osa llevarme la contraria en el campo de las políticas sociales, el ciudadano que no está de acuerdo con mis criterios sobre el tamaño y la eficiencia del Estado, o el vecino que cometió un terrible error el día de las elecciones pues no votó como lo hice yo?
-¿Qué sentido tiene pretender acallar las voces que hablan de otras realidades y exponen otras verdades?
-¿Qué ganamos, en concreto, con los discursos del odio, la retórica de la descalificación a priori, la homilía del “soy el dueño absoluto e infalible de la verdad”?
-¿Por qué no aprovechar las discrepancias (que no podemos ni debemos eliminar por el bien de la democracia) como puntos de partida para construir en pro del bien común?
-¿Y si en lugar de distanciarnos y atrincherarnos en posiciones o visiones inflexibles ensayamos algunos acercamientos con humildad y honestidad?
-¿Cuánto tiempo y esfuerzo invertimos en tratar de comprender al otro: sus opiniones, creencias, ideas, posiciones, perspectivas, gustos, estilo de vida?
-¿Cuánta empatía auténtica hay en nuestras actitudes y reacciones ante lo diferente?
-¿Qué se esconde detrás del grueso y pesado telón de la intolerancia y la arrogancia?
-¿Es que no hay nada, absolutamente nada, rescatable en las posiciones ajenas?
-¿Acaso es uno de los pecados capitales ser Gente-diverGente?
Se vale discrepar