“Precio de ocasión”, decía el rótulo en una de las vitrinas de la armería Polini ubicada 50 metros al sur de la esquina sureste del Banco Central de Costa Rica en San José; al igual que los ciudadanos ilusos, mordimos el anzuelo

José David Guevara Muñoz

Yo sabía que no era un Rolex, pero era mi primer reloj y lo contemplaba y lucía como si fuera una máquina de esa reconocida marca mundial.

Acababa de dejar atrás los años de escuela y me disponía a dar mis primeros pasos en los pasillos de la educación secundaria, y nada mejor que asistir a clases llevando en la muñeca un signo distintivo de madurez.

Compramos, en compañía de papá, dos relojes de la misma marca -de cuyo nombre no quiero acordarme-; uno con carátula café, para mi hermano mayor, y otro de color azul, para mí.

Ochenta y cinco colones pagamos por cada uno de esos instrumentos para medir el tiempo. “Precio de ocasión”, decía el rótulo en una de las vitrinas de la armería Polini ubicada 50 metros al sur de la esquina sureste del Banco Central de Costa Rica en San José; al igual que los ciudadanos ilusos, mordimos el anzuelo.

Todo parecía indicar que se trataba de una excelente compra, una oferta bien aprovechada: bonito color, llamativo diseño, atractivo brazalete metálico, encantador sonido de la máquina.

¡Se veía matón el reloj! Prometía. Ilusionaba, entusiasmaba, parecía marchar acorde con los tiempos… pero quedó debiendo…


Pero, como suele suceder en distintos ámbitos de la vida, por ejemplo la política: era más apariencia que calidad, más ruido que perfección, más pose que categoría.

La alegría inicial se fue evaporando y muy pronto caí en la cuenta de que mi reloj no era más que un cascarón sin sentido de la coordinación, una máquina carente de pesos y contrapesos, un engranaje sin aceitar, una triste colección de piñones improvisados.

De repente se volvió costumbre estar llevando el “Rolex” a una relojería ubicada en barrio Luján, en donde don José Ángel Solano, más que repararlo, hacía milagros para resucitarlo una y otra vez.

Sin embargo, llegó el día de la fatal noticia: el relojito murió, se le acabó la cuerda, pataleó la corona, naufragó el muelle, se frenaron las agujas, los números se vinieron abajo…

“Lo barato sale caro decían mis abuelos”. ¡Qué cierto!

Yo sabía que no era un Rolex, pero al principio lo contemplaba como si fuera uno. Lamentablemente, era un cascarón tan firme como la popularidad, tan sólido como las promesas de campaña electoral. Rápido, muy rápido, se le acabó la cuerda; puro bluf.

José David Guevara Muñoz
Editor de Gente-diverGente